martes, 26 de mayo de 2020

Juliette Drouet. De la dependencia emocional


“En el amor y en la guerra todo vale”. ¿Cuánto de cierto hay en ese dicho que se ha utilizado tantas veces a la ligera? ¿De verdad todo vale? ¿De verdad es amor?

Si el amor genera guerra, no es amor. Y si genera dependencia emocional, tampoco. El amor ha estado distorsionado siempre, no es algo de ahora, ni de estos tiempos, ni siquiera de esta generación. No hay más que echar la vista atrás y contemplar una historia llena de malos tratos, traiciones, decepciones y mentiras camuflados en amor y romanticismo. Entrar en un mundo así es destruir al otro y hacerlo a sí mismo, y aun así intentar sacar la parte buena y bonita de todo eso. Verlo como una salvación. Al final, es un reto, un “intentarlo una vez más”. Pero, ¿sabemos cuándo parar? ¿Cuándo dejar de insistir? ¿Cuándo decir basta? Si tu respuesta no es clara y te inclinas más hacia el no, tienes dependencia emocional.

 

Juliette Drouet
Juliette Drouet (1806-1883) también la tuvo, y le costó la vida entera. Le costó su cuerpo, su juventud, su estado de ánimo, su mente, su inteligencia emocional, su pasado, su presente y su futuro. 50 años llenos de maltrato psicológico camuflado en amor, y convertido en dependencia emocional. Pero, ¿quién se acuerda de ella? En cambio, el culpable de todo eso sigue siendo ampliamente conocido y reconocido: Victor Hugo.

 

Juliette Drouet conoció a Victor Hugo cuando ella tenía 26 años y él 32. Arrastraba una infancia dura y difícil, pues se había quedado huérfana y había sido criada en un monasterio. Su futuro estaba destinado a ser monja, pues no tenía a nadie que pudiera criarla fuera ni forma de mantenerse por sí misma. Sin embargo, no fue elegida para dicho propósito, y acabó fuera del monasterio sin nada más que ella misma. Pero el destino no le tenía preparado algo mejor, y su infancia dura y difícil iba a continuar en su juventud. Acabó conociendo al escultor James Pradier, y se convirtió no solamente en su modelo, sino también su amante. Tuvo una hija con él, pero el escultor no quiso comprometerse con ella ni reconocer al bebé.

Con su hija y sin nada más, Drouet intentó devolvérsela a ese destino que tan cruel había sido con ella. Trabajó como actriz y consiguió ser cortesana de renombre, llegando a ser mantenida por hombres adinerados y que poseían grandes títulos. Pero el destino no estaba dispuesto a darse por vencido tan rápido y dejarla ganar. Conoció a Victor Hugo en una de sus lecturas, en las que ella interpretó un pequeño papel apenas sin importancia. El escritor se quedó fascinado con ella, aunque sabía que esa mujer no encajaba en la sociedad del momento y que, incluso, estaba mal vista. Pero Juliette malvivía, y apenas no tenía dinero para mantenerse a sí misma y a su hija, por lo que Victor Hugo era, aparentemente, su salvación. Y nada más lejos de la realidad. Cuando la relación entre ambos comenzó, la vida de Juliette empezó descontar días. A pesar de que él era influyente, rico, conocido, y conocía de primera mano la situación de Drouet, jamás la ayudó, ni económicamente ni personalmente. Además, la tenía totalmente incomunicada y recluida en casa, pues no le permitía comunicarse con conocidos ni salir de casa sin su consentimiento. ¿Por qué? Porque él ya estaba casado con otra mujer y tenía una familia, además de una gran cantidad de amantes, pero no estaba dispuesto a soltar a Juliette. 

Victor Hugo sabía de la necesidad económica de su pareja y, camuflado en un aparente amor y preocupación, le ofreció una pequeña cantidad de dinero a cambio de que ella reescribiera todos sus manuscritos. Sin salir de casa, recluida, trabajando todo el día, sola… Total, ¿qué más tenía que perder, si ya lo había perdido todo? ¿Quién iba a quererla así? Prefería seguir siendo propiedad del escritor, como una pluma o un folio que estaba ahí, esperando a ser usado y reducida a un mero objeto de decoración. Fuera, las cosas no estaban mucho mejor. Toda la sociedad conocía a Victor Hugo, sabían de su colección de amantes y de la relación con Juliette, que no estaba bien vista. “Nadie tiene derecho a tirarte una piedra. Nadie excepto yo”, llegó a decirle en una ocasión.

Pero ella seguía enamorada, o acostumbrada a la situación. Guardaba hasta la última moneda que le daba por su trabajo, y vendía todo lo que tenía para poder mantenerse a sí misma y a su hija. El dinero que ganaba ni siquiera era suyo, pues el escritor supervisaba todos sus gastos. No le permitía comprarse ropa nueva ni cualquier otra cosa que ella necesitase. Nada que fuera dedicado única y exclusivamente a él.

Pero él no se dedicaba única y exclusivamente a ella, sino que mandaba cartas también a su esposa en las que, entre otras cosas, incluía un “te amo” y en las que decía: “eres la alegría y el honor de mi vida”.  ¿Y Juliette? En casa, encerrada, mientras él se iba a encuentros literarios, puesto que tampoco había abandonado su vida social. Así durante 10 años en un retiro aparentemente voluntario. Los siguientes tampoco fueron mejores. Juliette había envejecido de tal manera que 30 años de vida se habían convertido en 70. Estaba llena de tristeza, soledad y dolor, un dolor producido por haber tenido constancia de las cartas que Victor Hugo enviaba a una de sus amantes. Su felicidad había dejado de existir desde hacía mucho tiempo. Se había limitado a existir, a contemplar cómo el escritor traía a diversas amantes a su casa a través de un pasadizo secreto, y a escuchar después de su boca que solo la amaba a ella. El escritor tenía más amantes, y en 1845 fue descubierto por el marido de Léonie Biard,  una joven bella y de buenos estudios con quien mantenía una relación. Como el adulterio está penado en Francia, la joven tuvo que ir a prisión durante 5 meses, mientras que el escritor se libró. De tal infidelidad se enteró su mujer "oficial", Adèle Foucher, pero no la pobre Juliette, que vivía ajena a lo que ocurría fuera. Adèle, al conocer que su marido tenía una amante, decidió hacerse amiga de ella con el objetivo de acabar con Juliette, la tercera en discordia. Léonie, con el objetivo de causar el máximo daño posible a Drouet, le envió todas las cartas de amor que se intercambiaba con el escritor, consiguiendo que Juliette acabase desesperada al saber que que Victor Hugo seguía manteniendo relaciones con otras mujeres. Aunque era no sería ni la primera ni, mucho menos, la última. Vendrían muchas más: bellas y y jóvenes, admiradoras de sus obras, etc. 

A pesar de toda esa vida, ambos se escribían cartas: una por la mañana y otra por la noche. Parte de esas cartas están recogidas en un libro que lleva por título Correspondance o Je ne veux qu'une chose, être aimée (Solo quiero una cosa, ser amado), en los que se incluyen 50 de esas cartas “de amor”. Porque sí. Después de todo eso, hay gente que las sigue llamando “cartas de amor”, y se siguen refiriendo a un “amor inmortalizado”. De Drouet podemos leer sus Souvenirs, que escribió entre 1843-1854, y Las cartas a Victor Hugo, un epistolario de las cartas de "amor" que se enviaban entre 1833-1882

Entre las más de mil cartas que se conservan en el Museo de Victor Hugo en París, esta es una de las que Juliette le escribió en enero de 1831, con intención de desearse un buen año nuevo.

Buenos días, buen año, buena salud, buen amor, todo lo bueno para ti, mi amado, mi alegría, mi gloria, mi apoyo, mi vida, buenos días. ¿Cómo has pasado la noche, mi pobre adorado? Temo que la tormenta no te haya dejado dormir, y me preocupo con el recuerdo de mi amada y preciada carta que no he tenido la paciencia ni la valentía de esperar hasta esta mañana.

Primero atormentada por la duda de si habías podido acordarte y escribirla. Me informé a través de Suzanne ayer por la tarde y, luego, ya segura de mi felicidad,  quise disfrutar de mi gozo en seguida y qué bien hice porque gracias a ello he pasado una noche de felicidad y contento inexplicable, en lugar de pasar una noche abominable escuchando las quejas del viento y las divagaciones de la noche. Gracias, mi estimado y adorado amado, gracias por haber permanecido aun cuando te estaban esperando en casa con impaciencia, gracias por tu adorable carta que leo y releo con los ojos del alma y que beso una y otra vez. Gracias en el nombre de nuestros dos ángeles, gracias en el nombre de mi amor, gracias en el nombre de nuestros veintiocho años de felicidad, gracias en el nombre de lo que tú significas para mí corazón, te adoro.

Te ruego que me perdones por mi malicia de ayer, por no haberte hecho partícipe de mi pobre y vergonzoso día, quería ver si te acordarías por ti mismo, como si pudieras estar en todo, y me puse tan triste al ver que te olvidabas, que no osé recordártelo. Fui bien castigada por los remordimientos que me reconcomían y, sobre todo, por el arrepentimiento de no haber aprovechado la ocasión de acercarme a ti por las buenas o por las malas. Perdóname, mi adorado, porque eso también es amor; amor celoso, malicioso, enfermo, pero al fin y al cabo, amor.

Esta mañana soy tan buena como tu estimada carta, y podría morir en este estado de gracia de amor porque nunca te he amado tanto y tan ardientemente como en este momento”.

 

"Porque eso también es amor; amor celoso, malicioso, enfermo, pero al fin y al cabo, amor". No era amor, era dependencia emocional. Aunque la dependencia de cada uno era distinta, claro está. Ella no tenía vida más allá que la que pudieran ofrecerle, y se agarraba a un amor ficticio y a una supuesta fascinación que él parecía sentir hacia ella. Se entregaba a algo que no era real porque, probablemente, era incapaz de sentir otra cosa y porque así creía que le podría mantener cerca, alejado de todas su amantes y de su esposa. Victor Hugo, en cambio, dependía de ella para alimentar su ego, para unir otra más a su colección de amantes, para reforzar su superioridad y autoestima.

¿Es posible el amor teniendo una mujer y familia? ¿Es posible encontrar el amor en una vida entera de maltrato? No es posible, porque no es amor. Intentar retener, pensar en lo que podría haber sido, aguantar a toda costa, soportar el daño y creer después en los "te amo", no es amor. 

Juliette murió a los 77 años después de una vida tremendamente larga y dura. Dicen que Victor Hugo quedó tan afectado con la noticia que ni siquiera fue a su funeral, y falleció dos años después al no poder soportar su pérdida. En vida no la apreció, pero muerta sí.

Igual es que Victor Hugo era tan miserable como la obra a la que dio ese nombre. 


 

sábado, 16 de mayo de 2020

¿Los recuerdos se hacen o nos hacen?


En los días duros, tristes y difíciles es cuando recordamos los momentos que nos hicieron felices. ¿No es contradictorio? ¿Sabemos que ese momento es feliz cuando lo estamos viviendo? ¿Lo recodamos solo cuando estamos mal? ¿Por qué en un momento feliz no recordamos otro momento feliz?


Pero los recuerdos no siempre vienen solos. Esperamos el momento preciso para traerlos de vuelta. Escuchamos canciones, volvemos a lugares, reconocemos olores y sabores, miramos fotografías, cartas… Provocamos un sentimiento siempre en los peores momentos. ¿Va con la persona? ¿Influyen sus vivencias, sus experiencias y todo aquello que quiere olvidar y no puede? ¿Recordamos momentos para tapar otros, y así evitar el daño?

Estos días duros, tristes y difíciles nos traen de vuelta momentos pasados, felices o no tanto, pero que igual ansiamos repetir. También nos hace replantearnos si hubiéramos vivido ese momento de otra forma, o si queremos volver a incorporarlo al presente y retomarlo en un futuro, pero quizá de otra manera y desde otra perspectiva.

Marcel Proust (1871-1922) fue un niño extremadamente protegido por su acomodada familia, quizá por los constantes problemas de salud que le acompañarían durante el resto de su vida. Probablemente vivió una infancia feliz, en la que vio cubiertas todas sus necesidades materiales. Feliz hasta tal punto de recordarla con cariño y nostalgia al comer una magdalena mojada en té a través de un personaje aparentemente ficticio.

Pero no lo recordó estando en un momento feliz. Proust estaba enfadado con el mundo, no quería saber nada de él, y se recluyó en su casa negándose a ver a nadie durante 15 años. Todo aquello potenció en él los sentimientos de melancolía, pesimismo y tristeza. La muerte de sus padres, especialmente de su madre, le sumió en una completa depresión.

Su casa, recubierta por completo de corcho para estar aislado del mundo, fue su particular refugio de la vida, que solo concebía de noche. Allí comenzó a escribir su heptalogía, En busca del tiempo perdido, para intentar recuperar sus recuerdos y vivir de ellos. ¿Qué hacer cuando todo ha pasado, todos han muerto y el tiempo se ha llenado de tristeza? ¿Qué hacer cuando solo quedan los recuerdos, los olores y los sabores en un mundo en ruinas?

“Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo,  cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.

En busca del tiempo perdido fue su salvavidas durante todos esos años, pero también su perdición. Recluido, sin ver la luz del sol, viviendo exclusivamente de noche, tomando grandes cantidades de café y prácticamente sin comer. Siete años dedicado en exclusiva a escribir. ¿Merece la pena recordar?

Los recuerdos son parecidos. A veces son nuestros salvavidas; otras veces, simplemente, nos hunden. Vivimos de ellos, por ellos y para ellos, sin salir, sin encontrar la luz, dejando que el corcho nos aísle de lo que hay fuera.

Por el camino de Swann (1913) fue el primero de los siete libros. A través de un recorrido por París, el protagonista vuelve a los lugares de su infancia y adolescencia. Pensamientos y sentimientos desordenados convertidos en recuerdos. Pero, cierto día, abrumado por la tristeza, y tras llevarse a los labios una cucharada de té que incluía un trozo de magdalena, surge en él el recuerdo de sus veranos de infancia en Combray. El sabor y el olor le transportan a los domingos por la mañana en los que su tía le ofrecía para desayunar té con magdalena. Momentos felices que no ya no volverán.

“Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comer las, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando! 

En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en té que mi tía me daba, la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. (…) Así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té”.

Imagen propia
Pero no era el sabor del té y de la magdalena, sino el recuerdo. Los tés, las magdalenas, los lugares, las personas y los momentos siempre son iguales; existen sin más. Somos nosotros los que los creamos y los que deseamos que vuelvan. Y vuelven, vuelven con fuerza, no cuando estamos felices, sino cuando la pena es más grande.

En su camino introspectivo, también recuerda los besos de su madre. Un recuerdo feliz en un momento triste.


“Al subir a acostarme, mi único consuelo era que mamá habría de venir a darme un beso  cuando ya estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida y volvía mamá a marcharse tan pronto, que aquel momento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo de doble puerta el leve roce de su traje de jardín, de muselina blanca con cordoncitos colgantes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. (…)Muchas veces, cuando ya me había dado un beso e iba a abrir la puerta para marcharse, quería llamarla, decirle que me diera otro beso (…)”.



Los recuerdos nos atraviesan, nos inspiran, pero ¿nos hacen vivir una vida que no es nuestra? ¿Nuestros recuerdos nos han hecho ser lo que somos? ¿Nos han traído hasta aquí? ¿Son dinamita y nos rompen? Y, lo más importante: ¿definen nuestra vida?


“La felicidad es saludable para el cuerpo, pero es la pena la que desarrolla las fuerzas del espíritu” – Marcel Proust

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domingo, 3 de mayo de 2020

Madres ausentes

La madre como pilar fundamental, como figura necesaria desde el nacimiento hasta la madurez; incluso más allá, incluso hasta el final de la vida.

Perder a una madre, ya sea porque ha muerto o por está ausente, es un proceso duro y difícil, y mucho más si sucede cuando se tiene una corta edad. No son pocos los estudios que han demostrado los daños psicológicos irreversibles que causa la pérdida de una madre en la infancia y adolescencia, unos daños que duran para siempre y que hacen que la vida de los protagonistas sea más amarga y tenga un triste desenlace. Este patrón se puede observar con facilidad si tienes a personas cercanas que lo hayan sufrido, y si no, aquí tienes una pequeña muestra. Escritores y escritoras que perdieron a su progenitora demasiado pronto o que estaba tan ausente en sus vida que ellos apenas la sentían. Madres de grandes de la literatura. 


María Fiódorovna

En entradas anteriores, se ha hablado de tres escritores cuyas vidas fueron trágicas y tuvieron un desenlace cuanto menos triste. Fiodor Dostoyevski, desde muy joven, tuvo que hacer frente a la muerte de su madre, María Fiódorovna, por tuberculosis, quedando al cuidado de su padre alcohólico y depresivo. Dos años después, su padre murió de forma violenta a manos de los campesinos que trabajaban en sus tierras. Las dos muertes tan repentinas provocaron que el escritor sufriese una crisis nerviosa y comenzaran a producirse sus primeros ataques epilépticos, que le acompañarían el resto de su vida hasta su muerte. Una vida muy marcada por la tristeza, la reclusión, la depresión, el sufrimiento y la muerte.



Maria Branwell


Las hermanas Brontë, a las que también hemos dedicado un post, sufrieron desde muy pequeñas la muerte de su madre, Maria Branwell, y de dos hermanas mayores a causa de la tuberculosis, que también acabaría con ellas. Las hermanas crecieron con su padre, el pastor Patrick Brontë y su hermano Branwell. Aunque no escriben nada dedicado a su madre (al menos conocido), quizá Jane Eyre de Charlotte Brontë es un fiel reflejo de sus vidas, ya que se trata de una novela autobiográfica y la protagonista se queda huérfana y pasa al (mal) cuidado de su tía. El carácter y la personalidad de las hermanas siempre han estado muy cuestionados, pues las tres eran muy solitarias, vivían en un mundo propio y eran muy adelantadas a su época, lo que supuso las malas miradas por parte de la sociedad victoriana. 



Julia Stephen


Virginia Woolf (1882-1941), cuya historia también está en este blog, perdió a su madre, Julia Stephen, cuando tenía 13 años. En ese momento, su hermanastra Stella asumió el rol de “madre”, pero falleció dos años después, con 28 años. Un tiempo más tarde, también fallece el padre de Virginia. Es en ese momento cuando Woolf intenta uno de sus primeros suicidios al precipitarse por la ventana. Hay que señalar que su padre había sido un maltratador y un dictador que había tenido a toda la familia atemorizada. Este miedo estaba interno en Virginia y había aumentado desde el fallecimiento de su madre, puesto que tenía auténtico terror a su progenitor. Todos estos acontecimientos, sumados a la violación que sufrió por parte de su hermanastro, marcaron el resto de su vida. 



Charles Baudelaire (1821-1867), poeta maldito por excelencia, sufrió la ausencia de su madre, Caroline, que apenas se hacía cargo de él. La vida del poeta cambiaría radicalmente con el fallecimiento de su padre cuando él apenas tenía 5 años. Este acontecimiento trajo consigo un cambio de residencia y un nuevo matrimonio de conveniencia entre su madre y un general comandante. Toda la situación causó un gran impacto en Baudelaire, que vivió aquello como un gran abandono, puesto que la relación con el nuevo marido de su madre nunca fue buena y se profesaron un odio profundo. La relación con su madre, aunque nunca había sido del todo estrecha, también cambió con la llegada del comandante, ya que su progenitora había cambiado su carácter y se estaba volviendo cada vez más puritana y rígida.

La vida que llevó es de sobra conocida por todos los amantes de la Generación Maldita. De carácter rebelde e inconformista, vivió con total libertad, rodeado de un gran círculo de poetas, opio, alcohol y mujeres, pero también de una gran depresión. A pesar de lo que había ocurrido en el pasado, Baudelaire siguió manteniendo relación con su madre, a quien le escribió una bonita y extensa carta en 1861, seis años antes de morir. En la misiva abría su corazón y le pedía a su madre que fuera a cuidarle y a estar con él, probablemente porque ya estaba enfermo. También recordaba los momentos felices de su infancia, que se vieron empañados por la aparición de su nuevo marido, al que sigue recordando con temor después de tantos años:

Carolina Baudelaire / letralia


“Mi querida madre, si posees realmente un alma maternal y si todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso ven por mí. Yo, por mil razones terribles, no puedo ir a Honfleur en busca de lo que tanto desearía, un poco de ánimo y unas caricias. A fines de marzo te escribía: ¿Volveremos a vernos algún día? Me encontraba en una de esas crisis en que uno contempla la terrible verdad. No sé lo que daría por pasar unos días a tu lado, tú, el único ser de quien pende mi vida, ocho días, tres días, unas horas. 

(…) No lees mis cartas con atención; tú crees que miento, o al menos que exagero, cuando hablo de mis desesperaciones, de mi salud, de mi horror a la vida. Te digo que querría verte y que no puedo correr a Honfleur. Tus cartas contienen numerosos errores e ideas equivocadas que la conversación podría rectificar y que volúmenes de escritura no bastarían para destruir. (…) Cada vez que tomo la pluma para exponerte mi situación, tengo miedo de matarte, de destruir tu débil cuerpo. Y yo estoy sin cesar, sin que tú lo sepas, al borde del suicidio. Yo creo que tú me quieres apasionadamente;  
(…) Hubo en mi infancia una época de un cariño apasionado hacia ti; escucha y lee sin temor. Nunca te habré dicho tanto. Recuerdo un paseo en simón; acababas de salir de un sanatorio en donde habías estado recluida, y me enseñaste, para demostrarme que habías pensado en tu hijo, unos dibujos a pluma que habías hecho para mí. No dirás que no tengo una memoria tremenda. Más tarde, la plaza de Saint-André-des-Arts y Neuilly. ¡Largos paseos y mimos continuos! Recuerdo aquellos muelles tan tristes en el atardecer. ¡Ah! Para mí fue la época feliz de las caricias maternales. Perdóname si llamo época feliz la que sin duda para ti fue tan mala. Pero estaba siempre presente en ti; tú eras únicamente mía. Eras a la vez un ídolo y un compañero. Quizá te sorprenda que pueda hablar con tal pasión de un tiempo tan lejano. Yo mismo estoy sorprendido. Tal vez porque una vez más he acariciado el deseo de morir, cosas tan alejadas se recorten tan nítidamente en mi espíritu.  
Más tarde, sabes qué atroz educación quiso tu marido que se me diera; tengo cuarenta años y no puedo pensar sin dolor en los colegios, lo mismo que en el temor que me inspiraba mi padrastro. No obstante le quise y hoy, por lo demás, tengo la suficiente sensatez como para hacerle justicia. Pero es verdad que fue poco hábil hasta la obstinación. No quiero insistir, porque veo lágrimas en tus ojos”. 

Entre otras cosas, escribe algo premonitorio: “es evidente que estamos destinados a queremos, a vivir el uno para el otro, a acabar nuestra vida lo más decorosa y lo más tranquilamente que sea posible. Y no obstante, en las circunstancias terribles en que me encuentro, estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente. Después de mi muerte, tú no podrás seguir viviendo, eso está claro”.

En 1866 sufrió un ataque causado por la sífilis que padecía desde unos años atrás. Su madre fue la que lo trasladó con urgencia a una clínica en París, en la que permaneció consciente hasta su fallecimiento, el agosto del año siguiente. En efecto, su madre lo vio morir, pero ella no lo hizo hasta 1871. Soportó cuatro más la ausencia de su hijo. 


Puedes leer la carta completa a su madre aquí


Elizabeth Poe


Edgar Allan Poe (1809-1849), maestro del terror e íntimo amigo de Baudelaire, también perdió a sus progenitores siendo muy pequeño. Sus padres, David Poe y Elizabeth Arnold, se ganaban la vida como actores actuando en pequeños escenarios. Las continuas críticas que recibía por parte del público propiciaron en David un comportamiento irascible, que se acrecentaba a menudo con el consumo de alcohol. Todo ello le llevó a abandonar los escenarios y a su familia, que en ese momento contaba con dos hijos y un tercero que venía de camino. Elizabeth continuó trabajando para mantener a sus hijos y dio a luz a la tercera de la familia, Rosalie. Sin embargo, tres años después, Elizabeth fallecería por tuberculosis con 24 años. El mayor de los hermanos se quedaría a cargo de los abuelos maternos, y los dos hijos restantes quedaron en manos de dos familias adineradas. Aunque nunca le adoptaron oficialmente, Poe pasó su infancia en la casa de los Allan, de los que tomó el apellido.

Las depresiones, el alcohol, los delirios y las muertes acompañarían su vida hasta el final. La pérdida de su madre influenció a Poe en sus escritos melancólicos, oscuros y llenos de soledad, en los que se presentan, a menudo, la muerte de mujeres y el abandono: “(…) dolor por la pérdida de Leonora, la única virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada. Aquí ya sin nombre, para siempre (…). El Cuervo (1845).


También dedicó a un poema a su madre, titulado A mi madre



Porque siento que en los cielos
los ángeles susurrándose entre sí
no encuentran entre sus ardientes palabras de amor
ninguna tan devota como la de “madre

”largo tiempo con ese querido nombre te he llamado
a ti que eres más que una madre para mí
porque llenas el corazón de mi corazón, donde la muerte te colocó
cuando dejó libre el espíritu de mi amada Virginia.

Mi madre, mi propia madre, muerta temprano
fue solo mi madre; pero tú eres la madre
de la mujer que tanto amé

y así eres más querida que la madre que conocí
por esa eternidad con que a mi esposa
la idolatró mi alma más que a su propia alma


Joaquina Bastida

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
 también perdió a sus padres, José Domínguez y Joaquina Bastida, cuando tenía 11 años, quedando a cargo de su madrina. Aunque su vida no fue tan desdichada como la de otros escritores, sus escritos (tanto en prosa como en verso) están profundamente marcados por la muerte, el amor, el desamor, el sufrimiento, la angustia. Sufrió por amor y no contemplaba el mismo sin sufrimiento. Y lo llevó hasta el fin de sus días, que acabaron a causa de la tuberculosis. 



También dedicó un poema a su madre, titulado Las manos de mi madre


Manos las de mi madre, tan acariciadoras, tan de seda, tan de ella, blancas ybienhechoras. ¡Sólo ellas son las santas, sólo ellas sonlas que aman, las que todo prodigan y nada me reclaman!
¡Las que por aliviarme de dudas y querellas, me sacan las espinas y se las clavan enellas! 
Para el ardor ingrato de recónditas penas, no hay como la frescura de esas dos azucenas. ¡Ellas cuando la vida deja mis flores mustias son dos milagros blancos apaciguando angustias! Y cuando del destino me acosan las maldades, son dos alas de paz sobre mis tempestades.
Ellas son las celestes; las milagrosas, ellas, porque hacen que en mi sombra me florezcan estrellas. Para el dolor, caricias; para el pesar, unción; ¡Son las únicas manos que tienen corazón! (Rosal de rosas blancas de tersuras eternas: aprended de blancuras en las manos maternas). 


Yo que llevo en el alma las dudas escondidas, cuando tengo las alas de la ilusión caídas, ¡Las manos maternales aquí en mi pecho son como dos alas quietas sobre mi corazón! ¡Las manos de mi madre saben borrar tristezas! ¡Las manos de mi madre perfuman con terneza!
Carta a su madre / Cervantes virtual


Pequeña y especial mención a Mariano José de Larra (1809-1837), no porque sufriera la pérdida de sus padres, sino por una peculiaridad de su madre. Dicen que la vida de Larra fue “corta, azarosa y atormentada”, hasta su trágico final. Según dicen algunos escritos, su madre, María Dolores Sánchez de Castro se casaría con su marido, al que no amaba y, probablemente, tampoco a su hijo. Dicen también que no se ocupó mucho de él y que Larra no debió de sentir mucho afecto por parte de ella, ya que apenas la menciona en su vida y sus escritos, a excepción de una carta que le escribe en 1835, dos años antes de su suicidio. 

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