sábado, 28 de marzo de 2020

Miguel Hernández, el poeta al que no pudieron cerrarle los ojos al morir

Miguel Hernández (1910-1942). Aunque algunos estudiosos lo incluyen también en la Generación del 27 por su relación con diversos escritores del 27, desarrolló su faceta de poeta y dramaturgo en la Generación del 36 o de posguerra. Una generación caracterizada por la guerra, el miedo, la muerte, la censura, la represión, y los bandos de vencidos y vencedores.
Miguel Hernández

Siendo el tercero de 7 hermanos, pudo estudiar durante su infancia hasta los primeros años de bachillerato. Aunque le habían propuesto una beca para continuar los estudios, su padre la rechazó y le obligó a seguir con el pastoreo, oficio al que se dedicaba toda la familia. Sin embargo, Miguel siguió leyendo a grandes clásicos de la literatura a través de su amistad con el canónigo de la parroquia, quien le proporcionaba libros y poemarios clásicos. Gracias a ello, Hernández comenzó a escribir sus primeros poemas con una máquina de escribir de segunda mano que consiguió comprar por 300 pesetas. Arriba, en lo alto de un monte, el joven Miguel dedicaba sus tardes a escribir hasta la puesta de sol.

A pesar de que viajó a Madrid en busca de un empleo y tuvo contactos con diversos escritores y editores, su intento no dio el resultado esperado, por lo que tuvo que regresar a su Orihuela natal. No obstante, repitió ese viaje a Madrid tras la publicación de Perito en Lunas, su primer libro. Esa vez tuvo mejor suerte, ya que logró ser colaborador y redactor en diversas publicaciones como la Revista de Occidente y llegó a entusiasmar a Juan Ramón Jiménez con una elegía que escribió por la muerte de su amigo, quien le dedicó una crónica en El Sol.

Al estallar la Guerra Civil, Miguel Hernández volvió a su pueblo natal y se alistó en el bando Republicano, además de afiliarse al Partido Comunista. Durante ese largo tiempo, pudo casarse con Josefina Manresa, participar en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura y continuar en el frente de diversas ciudades de España. En su ausencia, perdió a su primer hijo de apenas unos meses, a quien le dedicó el poema Hijo de la luz y de la sombra recogido en el Cancionero y romancero de ausencias. Meses después, nacería su segundo hijo, a quien le dedicaría las Nanas de la cebolla que escribió en su estancia en prisión.

Manuscrito Nanas de la Cebolla 


Una vez finalizada la guerra, Miguel Hernández intentó huir de España pasando la frontera de Portugal, pero fue detenido y entregado a la guardia civil. Durante su tiempo en prisión, escribió las Nanas de la cebolla, un poema dedicado a su segundo hijo tras enterarse por  una carta escrita por su mujer que ambos solamente se alimentaban de pan y cebolla. Fue derivado a otra cárcel, de la que pudo salir gracias a la intermediación de Pablo Neruda. A su vuelta a Orihuela, fue delatado y detenido de nuevo, donde fue juzgado y condenado a muerte por un consejo de guerra. Varios amigos intelectuales consiguieron intervenir y se le conmutó la pena de muerte por la de 30 años de cárcel.

Pasó de prisión en prisión, hasta que fue trasladado al Reformatorio de Adultos de Alicante, donde conoció al también escritor Buero Vallejo. El frío de la cárcel en Palencia, del que dijo que no podía llorar porque las lágrimas se congelaban, no fue lo único que padeció. En el Reformatorio de Alicante enfermó de bronquitis, y posteriormente de tifus, que derivó en una tuberculosis mortal. La intervención de un amigo, que consiguió que Miguel recibiera atención médica especializada, no fue suficiente, ya que el permiso de traslado al hospital llegó demasiado tarde.  

La luz del poeta se apagaría tal día como hoy, 28 de marzo de 1942, a las 05:32 de la mañana en la fría enfermería de la prisión, con tan solo 31 años. Cuentan que no pudieron cerrarle los ojos, hecho por el que su amigo Vicente Aleixandre compuso una elegía en su honor en la misma enfermería en la que yacia el cuerpo del escritor. 

No lo sé. Fue sin música.
Tus grandes ojos azules
abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante,
cielo de losa oscura,
masa total que lenta desciende y te aboveda,
cuerpo tú solo, inmenso,
único hoy en la Tierra,
que contigo apretado por los soles escapa.
Tumba estelar que los espacios ruedas
con sólo él, con su cuerpo acabado.
Tierra caliente que con sus solos huesos
vuelas así, desdeñando a los hombres.
¡Huye! ¡Escapa! No hay nadie;
sólo hoy su inmensa pesantez de sentido,
Tierra, a tu giro por los astros amantes.
Solo esa Luna que en la noche aún insiste
contemplará la montaña de vida.
Loca, amorosa, en tu seno le llevas,
Tierra, oh Piedad, que sin mantos le ofreces.
Oh soledad de los cielos. Las luces
sólo su cuerpo funeral hoy alumbran.

No, ni una sola mirada de un hombre
ponga su vidrio sobre el mármol celeste.
No le toquéis. No podríais. Él supo,
sólo él supo. Hombre tú, solo tú, padre todo
de dolor. Carne sólo para amor. Vida solo
por amor. Sí. Que los ríos
apresuren su curso: que el agua
se haga sangre: que la orilla
su verdor acumule: que el empuje
hacia el mar sea hacia ti, cuerpo augusto,
cuerpo noble de luz que te diste crujiendo
con amor, como tierra, como roca, cual grito
de fusión, como rayo repentino que a un pecho
total único del vivir acertase.
Nadie, nadie. Ni un hombre. Esas manos
apretaron día a día su garganta estelar. Sofocaron
ese caño de luz que a los hombres bañaba.
Esa gloria rompiente, generosa que un día
revelara a los hombres su destino; que habló
como flor, como mar, como pluma, cual astro.
Sí, esconded, esconded la cabeza. Ahora hundidla
entre tierra, una tumba para el negro pensamiento
cavaos,
y morded entre tierra las manos, las uñas, los dedos
con que todos ahogasteis su fragante vivir.

Nadie gemirá nunca bastante.
Tu hermoso corazón nacido para amar
murió, fue muerto, muerto, acabado, cruelmente acuchillado de odio..
¡Ah! ¿Quién dijo que el hombre ama?
¿Quién hizo esperar un día amor sobre la tierra?
¿Quién dijo que las almas esperan el amor y a su sombra florecen?
¿ Que su melodioso canto existe para los oídos de los hombres?
Tierra ligera, ¡vuela!
Vuela tú sola y huye.
Huye así de los hombres, despeñados, perdidos,
ciegos restos del odio, catarata de cuerpos
crueles que tú, bella, desdeñando hoy arrojas.
Huye. hermosa, lograda,
por el celeste espacio con tu tesoro a solas.
Su pesantez, al seno de tu vivir sidéreo
da sentido, y sus bellos miembros lúcidos para siempre
inmortales sostienes para la luz sin hombres.

Vicente Aleixandre, 28 de marzo de 1942

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