En los días
duros, tristes y difíciles es cuando recordamos los momentos que nos hicieron
felices. ¿No es contradictorio? ¿Sabemos que ese momento es feliz cuando lo
estamos viviendo? ¿Lo recodamos solo cuando estamos mal? ¿Por qué en un momento
feliz no recordamos otro momento feliz?
Pero los
recuerdos no siempre vienen solos. Esperamos el momento preciso para traerlos
de vuelta. Escuchamos canciones, volvemos a lugares, reconocemos olores y
sabores, miramos fotografías, cartas… Provocamos un sentimiento siempre en los
peores momentos. ¿Va con la persona? ¿Influyen sus vivencias, sus experiencias
y todo aquello que quiere olvidar y no puede? ¿Recordamos momentos para tapar
otros, y así evitar el daño?
Estos días duros,
tristes y difíciles nos traen de vuelta momentos pasados, felices o no tanto,
pero que igual ansiamos repetir. También nos hace replantearnos si hubiéramos
vivido ese momento de otra forma, o si queremos volver a incorporarlo al
presente y retomarlo en un futuro, pero quizá de otra manera y desde otra
perspectiva.
Marcel Proust (1871-1922) fue un niño extremadamente
protegido por su acomodada familia, quizá por los constantes problemas de salud
que le acompañarían durante el resto de su vida. Probablemente vivió una
infancia feliz, en la que vio cubiertas todas sus necesidades materiales. Feliz
hasta tal punto de recordarla con cariño y nostalgia al comer una magdalena
mojada en té a través de un personaje aparentemente ficticio.
Pero no lo
recordó estando en un momento feliz. Proust estaba enfadado con el mundo, no
quería saber nada de él, y se recluyó en su casa negándose a ver a nadie
durante 15 años. Todo aquello potenció en él los sentimientos de melancolía,
pesimismo y tristeza. La muerte de sus padres, especialmente de su madre, le sumió
en una completa depresión.
Su casa,
recubierta por completo de corcho para estar aislado del mundo, fue su
particular refugio de la vida, que solo concebía de noche. Allí comenzó a
escribir su heptalogía, En busca del
tiempo perdido, para intentar recuperar sus recuerdos y vivir de ellos. ¿Qué
hacer cuando todo ha pasado, todos han muerto y el tiempo se ha llenado de
tristeza? ¿Qué hacer cuando solo quedan los recuerdos, los olores y los sabores
en un mundo en ruinas?
“Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.
En busca del tiempo perdido fue su
salvavidas durante todos esos años, pero también su perdición. Recluido, sin
ver la luz del sol, viviendo exclusivamente de noche, tomando grandes
cantidades de café y prácticamente sin comer. Siete años dedicado en exclusiva
a escribir. ¿Merece la pena recordar?
Los recuerdos son
parecidos. A veces son nuestros salvavidas; otras veces, simplemente, nos
hunden. Vivimos de ellos, por ellos y para ellos, sin salir, sin encontrar la
luz, dejando que el corcho nos aísle de lo que hay fuera.
Por el camino de Swann (1913) fue el
primero de los siete libros. A través de un recorrido por París, el
protagonista vuelve a los lugares de su infancia y adolescencia. Pensamientos y
sentimientos desordenados convertidos en recuerdos. Pero, cierto día, abrumado
por la tristeza, y tras llevarse a los labios una cucharada de té que incluía
un trozo de magdalena, surge en él el recuerdo de sus veranos de infancia en
Combray. El sabor y el olor le transportan a los domingos por la mañana en los
que su tía le ofrecía para desayunar té con magdalena. Momentos felices que no
ya no volverán.
“Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comer las, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!”
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en té que mi tía me daba, la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. (…) Así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té”.
Imagen propia |
En su camino introspectivo,
también recuerda los besos de su madre. Un recuerdo
feliz en un momento triste.
“Al subir a acostarme, mi único consuelo era que mamá habría de venir a darme un beso cuando ya estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida y volvía mamá a marcharse tan pronto, que aquel momento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo de doble puerta el leve roce de su traje de jardín, de muselina blanca con cordoncitos colgantes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. (…)Muchas veces, cuando ya me había dado un beso e iba a abrir la puerta para marcharse, quería llamarla, decirle que me diera otro beso (…)”.
Los recuerdos
nos atraviesan, nos inspiran, pero ¿nos hacen vivir una vida que no es nuestra?
¿Nuestros recuerdos nos han hecho ser lo que somos? ¿Nos han traído hasta aquí?
¿Son dinamita y nos rompen? Y, lo más importante: ¿definen nuestra vida?
“La felicidad es
saludable para el cuerpo, pero es la pena la que desarrolla las fuerzas del
espíritu” – Marcel Proust
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