domingo, 3 de mayo de 2020

Madres ausentes

La madre como pilar fundamental, como figura necesaria desde el nacimiento hasta la madurez; incluso más allá, incluso hasta el final de la vida.

Perder a una madre, ya sea porque ha muerto o por está ausente, es un proceso duro y difícil, y mucho más si sucede cuando se tiene una corta edad. No son pocos los estudios que han demostrado los daños psicológicos irreversibles que causa la pérdida de una madre en la infancia y adolescencia, unos daños que duran para siempre y que hacen que la vida de los protagonistas sea más amarga y tenga un triste desenlace. Este patrón se puede observar con facilidad si tienes a personas cercanas que lo hayan sufrido, y si no, aquí tienes una pequeña muestra. Escritores y escritoras que perdieron a su progenitora demasiado pronto o que estaba tan ausente en sus vida que ellos apenas la sentían. Madres de grandes de la literatura. 


María Fiódorovna

En entradas anteriores, se ha hablado de tres escritores cuyas vidas fueron trágicas y tuvieron un desenlace cuanto menos triste. Fiodor Dostoyevski, desde muy joven, tuvo que hacer frente a la muerte de su madre, María Fiódorovna, por tuberculosis, quedando al cuidado de su padre alcohólico y depresivo. Dos años después, su padre murió de forma violenta a manos de los campesinos que trabajaban en sus tierras. Las dos muertes tan repentinas provocaron que el escritor sufriese una crisis nerviosa y comenzaran a producirse sus primeros ataques epilépticos, que le acompañarían el resto de su vida hasta su muerte. Una vida muy marcada por la tristeza, la reclusión, la depresión, el sufrimiento y la muerte.



Maria Branwell


Las hermanas Brontë, a las que también hemos dedicado un post, sufrieron desde muy pequeñas la muerte de su madre, Maria Branwell, y de dos hermanas mayores a causa de la tuberculosis, que también acabaría con ellas. Las hermanas crecieron con su padre, el pastor Patrick Brontë y su hermano Branwell. Aunque no escriben nada dedicado a su madre (al menos conocido), quizá Jane Eyre de Charlotte Brontë es un fiel reflejo de sus vidas, ya que se trata de una novela autobiográfica y la protagonista se queda huérfana y pasa al (mal) cuidado de su tía. El carácter y la personalidad de las hermanas siempre han estado muy cuestionados, pues las tres eran muy solitarias, vivían en un mundo propio y eran muy adelantadas a su época, lo que supuso las malas miradas por parte de la sociedad victoriana. 



Julia Stephen


Virginia Woolf (1882-1941), cuya historia también está en este blog, perdió a su madre, Julia Stephen, cuando tenía 13 años. En ese momento, su hermanastra Stella asumió el rol de “madre”, pero falleció dos años después, con 28 años. Un tiempo más tarde, también fallece el padre de Virginia. Es en ese momento cuando Woolf intenta uno de sus primeros suicidios al precipitarse por la ventana. Hay que señalar que su padre había sido un maltratador y un dictador que había tenido a toda la familia atemorizada. Este miedo estaba interno en Virginia y había aumentado desde el fallecimiento de su madre, puesto que tenía auténtico terror a su progenitor. Todos estos acontecimientos, sumados a la violación que sufrió por parte de su hermanastro, marcaron el resto de su vida. 



Charles Baudelaire (1821-1867), poeta maldito por excelencia, sufrió la ausencia de su madre, Caroline, que apenas se hacía cargo de él. La vida del poeta cambiaría radicalmente con el fallecimiento de su padre cuando él apenas tenía 5 años. Este acontecimiento trajo consigo un cambio de residencia y un nuevo matrimonio de conveniencia entre su madre y un general comandante. Toda la situación causó un gran impacto en Baudelaire, que vivió aquello como un gran abandono, puesto que la relación con el nuevo marido de su madre nunca fue buena y se profesaron un odio profundo. La relación con su madre, aunque nunca había sido del todo estrecha, también cambió con la llegada del comandante, ya que su progenitora había cambiado su carácter y se estaba volviendo cada vez más puritana y rígida.

La vida que llevó es de sobra conocida por todos los amantes de la Generación Maldita. De carácter rebelde e inconformista, vivió con total libertad, rodeado de un gran círculo de poetas, opio, alcohol y mujeres, pero también de una gran depresión. A pesar de lo que había ocurrido en el pasado, Baudelaire siguió manteniendo relación con su madre, a quien le escribió una bonita y extensa carta en 1861, seis años antes de morir. En la misiva abría su corazón y le pedía a su madre que fuera a cuidarle y a estar con él, probablemente porque ya estaba enfermo. También recordaba los momentos felices de su infancia, que se vieron empañados por la aparición de su nuevo marido, al que sigue recordando con temor después de tantos años:

Carolina Baudelaire / letralia


“Mi querida madre, si posees realmente un alma maternal y si todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso ven por mí. Yo, por mil razones terribles, no puedo ir a Honfleur en busca de lo que tanto desearía, un poco de ánimo y unas caricias. A fines de marzo te escribía: ¿Volveremos a vernos algún día? Me encontraba en una de esas crisis en que uno contempla la terrible verdad. No sé lo que daría por pasar unos días a tu lado, tú, el único ser de quien pende mi vida, ocho días, tres días, unas horas. 

(…) No lees mis cartas con atención; tú crees que miento, o al menos que exagero, cuando hablo de mis desesperaciones, de mi salud, de mi horror a la vida. Te digo que querría verte y que no puedo correr a Honfleur. Tus cartas contienen numerosos errores e ideas equivocadas que la conversación podría rectificar y que volúmenes de escritura no bastarían para destruir. (…) Cada vez que tomo la pluma para exponerte mi situación, tengo miedo de matarte, de destruir tu débil cuerpo. Y yo estoy sin cesar, sin que tú lo sepas, al borde del suicidio. Yo creo que tú me quieres apasionadamente;  
(…) Hubo en mi infancia una época de un cariño apasionado hacia ti; escucha y lee sin temor. Nunca te habré dicho tanto. Recuerdo un paseo en simón; acababas de salir de un sanatorio en donde habías estado recluida, y me enseñaste, para demostrarme que habías pensado en tu hijo, unos dibujos a pluma que habías hecho para mí. No dirás que no tengo una memoria tremenda. Más tarde, la plaza de Saint-André-des-Arts y Neuilly. ¡Largos paseos y mimos continuos! Recuerdo aquellos muelles tan tristes en el atardecer. ¡Ah! Para mí fue la época feliz de las caricias maternales. Perdóname si llamo época feliz la que sin duda para ti fue tan mala. Pero estaba siempre presente en ti; tú eras únicamente mía. Eras a la vez un ídolo y un compañero. Quizá te sorprenda que pueda hablar con tal pasión de un tiempo tan lejano. Yo mismo estoy sorprendido. Tal vez porque una vez más he acariciado el deseo de morir, cosas tan alejadas se recorten tan nítidamente en mi espíritu.  
Más tarde, sabes qué atroz educación quiso tu marido que se me diera; tengo cuarenta años y no puedo pensar sin dolor en los colegios, lo mismo que en el temor que me inspiraba mi padrastro. No obstante le quise y hoy, por lo demás, tengo la suficiente sensatez como para hacerle justicia. Pero es verdad que fue poco hábil hasta la obstinación. No quiero insistir, porque veo lágrimas en tus ojos”. 

Entre otras cosas, escribe algo premonitorio: “es evidente que estamos destinados a queremos, a vivir el uno para el otro, a acabar nuestra vida lo más decorosa y lo más tranquilamente que sea posible. Y no obstante, en las circunstancias terribles en que me encuentro, estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente. Después de mi muerte, tú no podrás seguir viviendo, eso está claro”.

En 1866 sufrió un ataque causado por la sífilis que padecía desde unos años atrás. Su madre fue la que lo trasladó con urgencia a una clínica en París, en la que permaneció consciente hasta su fallecimiento, el agosto del año siguiente. En efecto, su madre lo vio morir, pero ella no lo hizo hasta 1871. Soportó cuatro más la ausencia de su hijo. 


Puedes leer la carta completa a su madre aquí


Elizabeth Poe


Edgar Allan Poe (1809-1849), maestro del terror e íntimo amigo de Baudelaire, también perdió a sus progenitores siendo muy pequeño. Sus padres, David Poe y Elizabeth Arnold, se ganaban la vida como actores actuando en pequeños escenarios. Las continuas críticas que recibía por parte del público propiciaron en David un comportamiento irascible, que se acrecentaba a menudo con el consumo de alcohol. Todo ello le llevó a abandonar los escenarios y a su familia, que en ese momento contaba con dos hijos y un tercero que venía de camino. Elizabeth continuó trabajando para mantener a sus hijos y dio a luz a la tercera de la familia, Rosalie. Sin embargo, tres años después, Elizabeth fallecería por tuberculosis con 24 años. El mayor de los hermanos se quedaría a cargo de los abuelos maternos, y los dos hijos restantes quedaron en manos de dos familias adineradas. Aunque nunca le adoptaron oficialmente, Poe pasó su infancia en la casa de los Allan, de los que tomó el apellido.

Las depresiones, el alcohol, los delirios y las muertes acompañarían su vida hasta el final. La pérdida de su madre influenció a Poe en sus escritos melancólicos, oscuros y llenos de soledad, en los que se presentan, a menudo, la muerte de mujeres y el abandono: “(…) dolor por la pérdida de Leonora, la única virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada. Aquí ya sin nombre, para siempre (…). El Cuervo (1845).


También dedicó a un poema a su madre, titulado A mi madre



Porque siento que en los cielos
los ángeles susurrándose entre sí
no encuentran entre sus ardientes palabras de amor
ninguna tan devota como la de “madre

”largo tiempo con ese querido nombre te he llamado
a ti que eres más que una madre para mí
porque llenas el corazón de mi corazón, donde la muerte te colocó
cuando dejó libre el espíritu de mi amada Virginia.

Mi madre, mi propia madre, muerta temprano
fue solo mi madre; pero tú eres la madre
de la mujer que tanto amé

y así eres más querida que la madre que conocí
por esa eternidad con que a mi esposa
la idolatró mi alma más que a su propia alma


Joaquina Bastida

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)
 también perdió a sus padres, José Domínguez y Joaquina Bastida, cuando tenía 11 años, quedando a cargo de su madrina. Aunque su vida no fue tan desdichada como la de otros escritores, sus escritos (tanto en prosa como en verso) están profundamente marcados por la muerte, el amor, el desamor, el sufrimiento, la angustia. Sufrió por amor y no contemplaba el mismo sin sufrimiento. Y lo llevó hasta el fin de sus días, que acabaron a causa de la tuberculosis. 



También dedicó un poema a su madre, titulado Las manos de mi madre


Manos las de mi madre, tan acariciadoras, tan de seda, tan de ella, blancas ybienhechoras. ¡Sólo ellas son las santas, sólo ellas sonlas que aman, las que todo prodigan y nada me reclaman!
¡Las que por aliviarme de dudas y querellas, me sacan las espinas y se las clavan enellas! 
Para el ardor ingrato de recónditas penas, no hay como la frescura de esas dos azucenas. ¡Ellas cuando la vida deja mis flores mustias son dos milagros blancos apaciguando angustias! Y cuando del destino me acosan las maldades, son dos alas de paz sobre mis tempestades.
Ellas son las celestes; las milagrosas, ellas, porque hacen que en mi sombra me florezcan estrellas. Para el dolor, caricias; para el pesar, unción; ¡Son las únicas manos que tienen corazón! (Rosal de rosas blancas de tersuras eternas: aprended de blancuras en las manos maternas). 


Yo que llevo en el alma las dudas escondidas, cuando tengo las alas de la ilusión caídas, ¡Las manos maternales aquí en mi pecho son como dos alas quietas sobre mi corazón! ¡Las manos de mi madre saben borrar tristezas! ¡Las manos de mi madre perfuman con terneza!
Carta a su madre / Cervantes virtual


Pequeña y especial mención a Mariano José de Larra (1809-1837), no porque sufriera la pérdida de sus padres, sino por una peculiaridad de su madre. Dicen que la vida de Larra fue “corta, azarosa y atormentada”, hasta su trágico final. Según dicen algunos escritos, su madre, María Dolores Sánchez de Castro se casaría con su marido, al que no amaba y, probablemente, tampoco a su hijo. Dicen también que no se ocupó mucho de él y que Larra no debió de sentir mucho afecto por parte de ella, ya que apenas la menciona en su vida y sus escritos, a excepción de una carta que le escribe en 1835, dos años antes de su suicidio. 

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