jueves, 23 de julio de 2020

La tristeza infinita de Amy

El 23 de julio de 2011, el mundo de la canción tenía otra mala noticia que darnos: Amy Winehouse había sido encontrada muerta en su apartamento de Londres a la edad de 27 años. Nadie se sorprendió con su muerte, al contrario que con Chester Bennington. En cierto modo, todo el mundo lo esperaba.

Amy había dejado de ser Amy desde hacía mucho tiempo, y su profesión había pasado a un segundo plano. Ya no interesaban sus canciones, sus discos o sus conciertos, solamente se buscaba la imagen fácil: llenar portadas hablando de sus adicciones, buscar la foto oportuna, las caídas, o las críticas e insultos por sus actuaciones en las que iba hasta arriba de alcohol. Se había creado un espectáculo a su alrededor, algo que, lejos de beneficiarla, no hacía más que empeorar su situación.

Dicen de Amy que tenía la mirada triste y que cargaba con un sufrimiento que no le pertenecía para ser tan joven. Ese dolor era palpable a ojos de todos, y hacía que pareciera una persona pequeña y extremadamente frágil. Y así se sentía, en cierto modo. Su padre abandonó la casa familiar cuando ella tenía 9 años, después de años teniendo una relación paralela con otra mujer. Escribió What is about men? pensando en su padre, y recordándose a sí misma que ella nunca pasaría por lo mismo que su madre.

Pero Amy siempre había buscado esa figura paterna que le había faltado. Lo hizo con sus parejas que, curiosamente, todas guardaban un gran parecido físico con su progenitor; y, posteriormente, también con su guardaespaldas, Andrew Morris, quien vivía con ella y se encargaba de cuidarla. Fue la primera persona en encontrarla sin vida en su cama. Quizá ese fue el único amor verdadero que conoció, a pesar de ser una relación estrictamente profesional. A su padre no le interesaba lo más mínimo su hija, solo quería formar parte de su fama y aprovecharse de ella. Grabó documentales, escribió libros y concedió entrevistas hablando de Amy. Sus exparejas hicieron lo mismo por dinero. Contaron sus intimidades, vendieron fotografías íntimas, concedieron entrevistas contando asuntos privados de la relación, y sacaron negocio con imágenes incluso después de su muerte. En efecto y muy a su pesar, Amy había pasado por lo mismo que su madre.

Amy no era adicta desde su infancia o adolescencia, al contrario de Chester, pero sí que era bulímica desde los 15 años. El origen de una bulimia nerviosa suele estar detrás de una profunda ansiedad y depresión, que desencadena los atracones de comida para paliar los efectos de las mismas. Después llegan los remordimientos, que se suelen mitigar con el consumo de grandes cantidades de alcohol y otras sustancias. Desde su adolescencia, nadie se había parado a analizar el problema de base que sufría. Ella nunca lo escondió, solo que nadie quiso verlo.: “Desde que tenía 16 años, he sentido una nube negra sobre mí. Desde entonces, tomo pastillas para la depresión”. Simplemente, se daba la imagen de que Amy era adicta al alcohol y a las drogas.



Tanto la bulimia como el consumo de sustancias se vieron incrementados conforme avanzaba su popularidad y, a pesar de que estuvo en diversas clínicas y realizó varios programas de desintoxicación, siempre acabó recayendo. ¿Por qué? Porque su mundo no estaba bien, y ni sus exparejas ni su familia ayudaban. Tampoco lo hacía su manager. Amy era un producto, un negocio a explotar hasta reventar, y lo iban a hacer hasta el final y con todas las consecuencias.

Jamás tendría que haber realizado su última gira, incluso se había negado pero, por paradójico que suene, ella no era dueña de su éxito. Su equipo sabía la situación en la que se encontraba pero, al fin y al cabo, era lo que vendía. La gente esperaba ver el espectáculo más allá del concierto, ver a la Amy en decadencia, en sus peores momentos. La Amy portada de revista, la Amy protagonista de una crítica. Y, efectivamente, obtuvieron lo que deseaban. En el concierto de Serbia apareció una Amy borracha, desorientada, con la mirada perdida, incapaz de tenerse en pie, y olvidando por completo la letra de sus propias canciones. Nadie, absolutamente nadie, impidió que aquello ocurriera. Nadie se preocupó por su salud ni por su integridad física y psíquica. Llenar un concierto y acaparar todos los medios al día siguiente era más importante que ella misma. Amy era un producto fácilmente maleable en las manos indicadas.

Todo el mundo conocía su situación y, al igual que con el concierto, nadie se había atrevido a pararlo. En cambio, habían sacado negocio a su costa con libros y documentales. Si todo estaba grabado, ¿por qué nadie había hecho nada? Su padre jamás se había preocupado por ella, pero llamó a un montón de cámaras para grabar un documental sin el permiso de su hija, interrumpiendo las vacaciones de Amy y, de paso, vulnerando su intimidad y privacidad. Conocía de la situación de su hija, pero jamás se preocupó por ingresarla en una clínica. Sabía que Amy estaba sumida en una profunda depresión, porque en su infancia ya se pasaba el día llorando el suelo. Sus managers tampoco lo hicieron, no detuvieron ninguna gira y no les supuso ningún remordimiento ver las circunstancias en las que salía al escenario. Y, por supuesto, los medios de comunicación alimentaron todo esto. Se dedicaron a criticar su cuerpo, su pelo, sus uñas, su maquillaje, sus parejas y sus adicciones, sin reparar en la verdadera enfermedad que padecía. O sí que lo hacían, pero la enfermedad también es un negocio rentable.

Muchos dicen que la muerte de Amy era inevitable. Yo no lo creo. Al contrario que Chester, Amy sabía dónde estaba la salida, pero no tenía a nadie que le ayudara a llegar hasta ella. “No quiero beber nunca más, sólo necesito un amigo”, es una de las frases de Rehab. Amy usaba las canciones como terapia y en ellas siempre reflejaba su vida. Pero nadie se había parado a conocerla realmente, a saber sobre ella, a sentarse un rato a escucharla. En cierto modo, me recuerda a Marilyn Monroe. No habían sabido quererla y comprenderla realmente.

Amy no se suicidó, no quiso acabar con su vida de forma consciente. Cuando su guardaespaldas la encontró, se había bebido dos botellas de vodka. Ella estaba acostumbrada a beber y eso no la habría matado. El verdadero problema estaba en eso que nadie había querido ver. Amy sufría una desnutrición severa como consecuencia de su bulimia, y ni su organismo ni su corazón podrían soportarlo más.

“Si muriera mañana, me gustaría ser una chica feliz”, llegó a decir. Pero nadie le ayudó a serlo. Nadie apagó por un instante la infinita tristeza que sentía en su interior.





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