sábado, 28 de marzo de 2020

Miguel Hernández, el poeta al que no pudieron cerrarle los ojos al morir

Miguel Hernández (1910-1942). Aunque algunos estudiosos lo incluyen también en la Generación del 27 por su relación con diversos escritores del 27, desarrolló su faceta de poeta y dramaturgo en la Generación del 36 o de posguerra. Una generación caracterizada por la guerra, el miedo, la muerte, la censura, la represión, y los bandos de vencidos y vencedores.
Miguel Hernández

Siendo el tercero de 7 hermanos, pudo estudiar durante su infancia hasta los primeros años de bachillerato. Aunque le habían propuesto una beca para continuar los estudios, su padre la rechazó y le obligó a seguir con el pastoreo, oficio al que se dedicaba toda la familia. Sin embargo, Miguel siguió leyendo a grandes clásicos de la literatura a través de su amistad con el canónigo de la parroquia, quien le proporcionaba libros y poemarios clásicos. Gracias a ello, Hernández comenzó a escribir sus primeros poemas con una máquina de escribir de segunda mano que consiguió comprar por 300 pesetas. Arriba, en lo alto de un monte, el joven Miguel dedicaba sus tardes a escribir hasta la puesta de sol.

A pesar de que viajó a Madrid en busca de un empleo y tuvo contactos con diversos escritores y editores, su intento no dio el resultado esperado, por lo que tuvo que regresar a su Orihuela natal. No obstante, repitió ese viaje a Madrid tras la publicación de Perito en Lunas, su primer libro. Esa vez tuvo mejor suerte, ya que logró ser colaborador y redactor en diversas publicaciones como la Revista de Occidente y llegó a entusiasmar a Juan Ramón Jiménez con una elegía que escribió por la muerte de su amigo, quien le dedicó una crónica en El Sol.

Al estallar la Guerra Civil, Miguel Hernández volvió a su pueblo natal y se alistó en el bando Republicano, además de afiliarse al Partido Comunista. Durante ese largo tiempo, pudo casarse con Josefina Manresa, participar en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura y continuar en el frente de diversas ciudades de España. En su ausencia, perdió a su primer hijo de apenas unos meses, a quien le dedicó el poema Hijo de la luz y de la sombra recogido en el Cancionero y romancero de ausencias. Meses después, nacería su segundo hijo, a quien le dedicaría las Nanas de la cebolla que escribió en su estancia en prisión.

Manuscrito Nanas de la Cebolla 


Una vez finalizada la guerra, Miguel Hernández intentó huir de España pasando la frontera de Portugal, pero fue detenido y entregado a la guardia civil. Durante su tiempo en prisión, escribió las Nanas de la cebolla, un poema dedicado a su segundo hijo tras enterarse por  una carta escrita por su mujer que ambos solamente se alimentaban de pan y cebolla. Fue derivado a otra cárcel, de la que pudo salir gracias a la intermediación de Pablo Neruda. A su vuelta a Orihuela, fue delatado y detenido de nuevo, donde fue juzgado y condenado a muerte por un consejo de guerra. Varios amigos intelectuales consiguieron intervenir y se le conmutó la pena de muerte por la de 30 años de cárcel.

Pasó de prisión en prisión, hasta que fue trasladado al Reformatorio de Adultos de Alicante, donde conoció al también escritor Buero Vallejo. El frío de la cárcel en Palencia, del que dijo que no podía llorar porque las lágrimas se congelaban, no fue lo único que padeció. En el Reformatorio de Alicante enfermó de bronquitis, y posteriormente de tifus, que derivó en una tuberculosis mortal. La intervención de un amigo, que consiguió que Miguel recibiera atención médica especializada, no fue suficiente, ya que el permiso de traslado al hospital llegó demasiado tarde.  

La luz del poeta se apagaría tal día como hoy, 28 de marzo de 1942, a las 05:32 de la mañana en la fría enfermería de la prisión, con tan solo 31 años. Cuentan que no pudieron cerrarle los ojos, hecho por el que su amigo Vicente Aleixandre compuso una elegía en su honor en la misma enfermería en la que yacia el cuerpo del escritor. 

No lo sé. Fue sin música.
Tus grandes ojos azules
abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante,
cielo de losa oscura,
masa total que lenta desciende y te aboveda,
cuerpo tú solo, inmenso,
único hoy en la Tierra,
que contigo apretado por los soles escapa.
Tumba estelar que los espacios ruedas
con sólo él, con su cuerpo acabado.
Tierra caliente que con sus solos huesos
vuelas así, desdeñando a los hombres.
¡Huye! ¡Escapa! No hay nadie;
sólo hoy su inmensa pesantez de sentido,
Tierra, a tu giro por los astros amantes.
Solo esa Luna que en la noche aún insiste
contemplará la montaña de vida.
Loca, amorosa, en tu seno le llevas,
Tierra, oh Piedad, que sin mantos le ofreces.
Oh soledad de los cielos. Las luces
sólo su cuerpo funeral hoy alumbran.

No, ni una sola mirada de un hombre
ponga su vidrio sobre el mármol celeste.
No le toquéis. No podríais. Él supo,
sólo él supo. Hombre tú, solo tú, padre todo
de dolor. Carne sólo para amor. Vida solo
por amor. Sí. Que los ríos
apresuren su curso: que el agua
se haga sangre: que la orilla
su verdor acumule: que el empuje
hacia el mar sea hacia ti, cuerpo augusto,
cuerpo noble de luz que te diste crujiendo
con amor, como tierra, como roca, cual grito
de fusión, como rayo repentino que a un pecho
total único del vivir acertase.
Nadie, nadie. Ni un hombre. Esas manos
apretaron día a día su garganta estelar. Sofocaron
ese caño de luz que a los hombres bañaba.
Esa gloria rompiente, generosa que un día
revelara a los hombres su destino; que habló
como flor, como mar, como pluma, cual astro.
Sí, esconded, esconded la cabeza. Ahora hundidla
entre tierra, una tumba para el negro pensamiento
cavaos,
y morded entre tierra las manos, las uñas, los dedos
con que todos ahogasteis su fragante vivir.

Nadie gemirá nunca bastante.
Tu hermoso corazón nacido para amar
murió, fue muerto, muerto, acabado, cruelmente acuchillado de odio..
¡Ah! ¿Quién dijo que el hombre ama?
¿Quién hizo esperar un día amor sobre la tierra?
¿Quién dijo que las almas esperan el amor y a su sombra florecen?
¿ Que su melodioso canto existe para los oídos de los hombres?
Tierra ligera, ¡vuela!
Vuela tú sola y huye.
Huye así de los hombres, despeñados, perdidos,
ciegos restos del odio, catarata de cuerpos
crueles que tú, bella, desdeñando hoy arrojas.
Huye. hermosa, lograda,
por el celeste espacio con tu tesoro a solas.
Su pesantez, al seno de tu vivir sidéreo
da sentido, y sus bellos miembros lúcidos para siempre
inmortales sostienes para la luz sin hombres.

Vicente Aleixandre, 28 de marzo de 1942

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Escritores que estuvieron en prisión


Porque no solo de pandemias vive el hombre, también de encierros en prisión. Y allí, en la cárcel, es precisamente donde han salido grandes novelas y escritos que perduran en nuestro tiempo. No fueron pocos los escritores que acabaron entre rejas por diversos motivos, y si creemos que estos días de confinamiento son duros y eternos, seguramente los de ellos lo fueron muchísimo más.
Aquí va una pequeña selección de escritores (todos hombres) que pasaron una pequeña o gran parte de su vida en una celda, donde el boli y el papel fueron sus más grandes amigos, o que fue un punto de inflexión y reflexión para crear algunas de sus novelas tras recuperar la libertad. Seguro que los conocéis, por eso, la próxima vez que tengas esa u otra obra suya entre las manos, intentad trasladaros al momento en el que la escribieron. Duro, ¿verdad?


Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Aunque nació en Florencia bajo el nombre real de Niccolò di Bernardo dei Machiavelli, siempre ha sido conocido en castellano como Nicolás Maquiavelo. Diplomático, político, filósofo, escritor y autor de una de las grandes obras del pensamiento político, El Príncipe (entre otras), Maquiavelo se convirtió en una de las principales figuras del Renacimiento italiano.

Proveniente de una familia noble, aunque empobrecida, siempre estuvo ligado a la política. En tiempos de los Médici, desempeñó cargos de secretario  y diplomático de la segunda cancillería encargada de los Asuntos Exteriores y de la Guerra. Su objetivo era formar el pensamiento político a través de la psicología de los gobernantes para pre
Nicolás Maquivelo 
servar la soberanía en Florencia. Tras la creación de diversas milicias e intentos de pactos, la historia dio un giro, colocando a los Médici de nuevo en el poder. La influyente familia se enfadó con Maquiavelo, a quien acusaron de traición y de haber conspirado para que no volvieran a gobernar. En 1513, fue encarcelado y torturado, cayendo así en desgracia y perdiendo todos sus poderes políticos.

Al recuperar la libertad, decidió recluirse en soledad en una de las propiedades que tenía su familia, una casa de campo en Sant’Andrea de Percussina, ante el destierro que tuvo que afrontar. En su reclusión, Maquiavelo vivió prácticamente como un fugitivo, tanto es así que prefería no salir a la calle para que no le reconocieran. En su lugar, ideó un pasadizo que conectaba directamente con una taberna de mala muerte, conocida precisamente como L'Albergaccio ("La mala posada"). Allí, vestido con ropas sencillas y con un candelabro, se mezclaba con campesinos, peregrinos y lugareños que paraban en la posada para tomarse vinos. Allí dedicó su tiempo a escribir El Principe, una obra inspirada en César Borgia y  dedicada a los Médici, en el peor sentido posible, ya que criticaba la forma de gobernar de la familia.

Después de años de retiro, volvió a la vida política. Pero la felicidad le duró poco, ya que las tropas de Carlos I de España invadieron Roma. Debido a ello, se produjo la caída de los Medici, lo que tuvo conllevó la caída también de Maquievelo, que acabó falleciendo en 1527.  


Fiódor Dostoyevski
Fiódor Dostoyevski (1821-1881). Fiódor Mijáilovich Dostoyevski, una de las principales figuras del Realismo ruso, fue el segundo de siete hermanos. Desde muy joven tuvo que hacer frente a la muerte de su madre por tuberculosis y a un padre autoritario que cayó en la depresión y el alcohol. Fiódor y su hermano fueron enviados a la Escuela de Ingenieros Militares de San Petersburgo, donde comenzó a interesarse por la literatura, especialmente por Sheakespear y Victor Hugo, entre otros. Allí recibió la noticia que su padre había fallecido, algo de lo que siempre se culparía por haber deseado la muerte de su progenitor en varias ocasiones.


Tiempo después, tras haber terminado sus estudios de Ingeniería, siguió con su pasión por la literatura, traduciendo libros para saldar sus deudas. Debido a sus conexiones con el círculo de Peytashevski, un grupo de discusión literaria formado por empresarios, progresistas y oficiales que se oponían a la monarquía, en 1849 fue arrestado y encarcelado junto a otros compañeros acusados de conspirar contra el zar Nicolás I. Dostoyevski estuvo detenido 8 meses, y en prisión escribió El pequeño héroe, una historia basada en el primer amor de un niño de 11 años, y que se publicaría en 1857. Posteriormente, fue trasladado a la fortaleza de San Pedro y San Pablo, donde fue sentenciado a muerte. Sin embargo, justo cuando estaba en el pelotón de fusilamiento con otros compañeros y a punto de ser disparado, un jinete irrumpió en el patíbulo con una orden en la que se conmutaba la pena de muerte por cinco años de trabajos forzosos en la fría Siberia. Allí conocería a María Iséyeva, mujer de un supervisor, con quien se casaría posteriormente tras la muerte de su marido.

Su vida después de aquellos años mejoró considerablemente, ya que alcanzó la fama literaria con la publicación de diversas novelas y la creación de una revista, que tuvo que cerrar por falta de presupuesto. Sin embargo, los malos momentos volverían, teniendo que hacer frente de nuevo a la muerte de su hermano y su esposa por tuberculosis, y a sus constantes ataques de epilepsia que le acompañaban desde los 11 años.

En 1865 se refugió en el balneario de Wiesbaden, en Alemania, para mejorar su salud, reclusión que aprovechó para trabajar en una sus novelas más conocidas, Crimen y castigo. A partir de ese momento, su vida volvió a dar un giro positivo y la fama volvió a crecer. Fue elegido miembro de la Academia de las Ciencias, y se convirtió en miembro del Comité Honorífico de la Asociación de Literatura Internacional. Siguió escribiendo hasta el fin de sus días, que acabaron con una hemorragia pulmonar.

Una vida de tristeza, reclusiones y sufrimientos, tanto a nivel físico como moral, forjaron a uno de los mejores escritores del siglo XIX, que supo como nadie adentrarse en las emociones y sentimientos del alma humana, y plasmarlo en sus novelas y escritos.

“Destruye mis deseos, erradica mis ideales, muéstrame algo mejor y te seguiré”. F. Dostoyevski  



Oscar Wilde (1854-1900). Hijo de una escritora y un cirujano, Wilde siempre estuvo cerca de la literatura. Desde pequeño, estudió en los mejores colegios y universidades, donde incluso ganó el Premio Newdigate de poesía. Compaginaba los estudios universitarios con la publicación de poemas y la creación de una revista enfocada al público femenino, Woman's World. Además, realizaba constantes viajes en Europa, donde tenía relación con grandes escritores que comenzaban a surgir en esos momentos.

Oscar Wilde
Se ganó las malas miradas y las duras críticas de los sectores más conservadores con la publicación de El retrato de Dorian Grey, en la que aparecía una nueva invocación al diablo y posterior pacto con él a cambio de su alma, como ya surgió en Fausto. Pero su éxito no se vio enturbiado por este acontecimiento, sino que su popularidad fue creciendo a medida que publicaba nuevas novelas. Sin embargo, no todo iba a ser perfecto, y en 1895 el marqués de Queenberry inició una campaña de desprestigio en periódicos y revistas hacia Wilde, donde le acusaba de homosexual. A pesar de que el escritor intentó defenderse, las pruebas del marqués le otorgaban una mayor credibilidad, y el 27 de mayo de 1895 fue condenado a dos años de prisión y trabajos forzados. De nada sirvieron las constantes peticiones efectuadas desde los más importantes círculos literarios europeos pidiendo su libertad, ya que tuvo que cumplir la pena de forma íntegra. Tras su estancia en la prisión de Wandworth y Reading, y una vez recuperada la libertad, se cambió de identidad (pasándose a llamar Sebastián Melmoth) y se marchó como exiliado a Francia. Allí escribió la Balada de la cárcel de Reading, un poema el que plasmó sus vivencias y sentimientos experimentados durante los dos años de encierro. En prisión conoció a un preso que fue ahorcado por haber asesinado a su esposa, hecho que le marcó profundamente y que reflejó en gran parte de la obra.

Sus últimos años de vida quizá fueron un tormento para él, caracterizados por una inestabilidad económica y graves problemas de salud derivados de su adicción al alcohol, lo que le llevó a vivir mendigando en las calles de París. Finalmente, murió por una meningitis que, según cuentan, ya padecía desde su instancia en prisión, pero que se agravó con la ingesta de alcohol








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martes, 24 de marzo de 2020

En estos días más que nunca


¿Qué le ocurre al ser humano, que solo se da cuenta de las cosas cuando suceden? Estos días son diferentes para cada uno. Unos intentan mejorar su vida, aprenden cosas nuevas y retoman las olvidadas; otros, en cambio, siguen su día a día como siempre, haciendo lo mismo, sin notar muchas alteraciones. Pero, sin duda, son días para reflexionar. Todos, en algún momento del día y durante unos segundos, nos paramos a pensar. ¿Qué consecuencias traerá todo esto? ¿Cuándo acabará? ¿Qué ocurrirá cuando todo termine? ¿Volveremos a ser los mismos?

En estos días, y más que nunca, estoy viendo cómo la gente se “preocupa” por los demás. Llamadas a diario, videollamadas, dibujos, vídeos, mensajes positivos… Gente que el resto del año no se acuerda de ti. Y me parece lo más loable del mundo, puesto que cada uno es libre de hacer lo que cree conveniente. Pero, ¿por qué ahora?

También leí hace poco que mucha gente está recibiendo llamadas y mensajes de sus exparejas, preocupados, con la única intención de saber si la otra persona está bien. Pero, ¿por qué ahora?

En estos días, y más que nunca, estoy viendo cómo se fuerza a la gente a llamar a los demás, a sentirse preocupados por otras vidas que no son las suyas, por crear mensajes de ánimo y superación sin tener ganas, por coger el teléfono y escuchar los quejidos de los demás por estar encerrados en casa. Por tener que mostrar apoyo. Pero, ¿por qué ahora?



Imagen propia 


¿Por qué ahora nos sentimos o nos hacen sentirnos obligados a enviar mensajes para saber cómo están otros, a llamar para dar el pésame a quienes han perdido a algún familiar o a aquellos que tienen a alguien ingresado? ¿Por qué tenemos que salir a aplaudir a la ventana, a colgar dibujos en los balcones, a poner música a los vecinos y a sentirnos animados? ¿Por qué, ahora más que nunca, nos tenemos que acodar siempre de los demás cuando pasan cosas que se escapan de nuestro alcance?

Está bien preocuparse, hacer cosas por los demás, sacar una sonrisa con una llamada o un mensaje, mantener una conversación hasta las tantas de la madrugada con una persona que te importa, preguntar qué tal de vez en cuando, pero todo ello no debe ser impuesto. Tenemos que ser conscientes de que cada uno vive su propio juego, que la realidad no es siempre la misma y que hay gente que no quiere ni recibir llamadas ni tampoco realizarlas. Y eso no les convierte ni en mejores ni en peores personas. No podemos dejar de nosotros mismos, y ahora más que nunca.


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*Canción recomendada*: To believe- Cinematic Orchestra




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sábado, 21 de marzo de 2020

Me hubiera gustado contarte más

Vistas al puente medieval de Tordesillas /
imagen propia
Paseaba por sus calles,
que también habían sido tuyas en algún momento.
Caminaba por el paseo del escritor del Romanticismo,
que quizá habías leído algún día y que,
aunque no fuera tu favorito, sabrías describir su sentimiento.

Pasé también por su casa,
escondida en un callejón oscuro, aunque en su patio daba la luz.
Todo estaba en silencio, quizá por las horas,
y, aunque te avisé, no quise decir nada.
Bajé la calle y me encontré en otro lugar,
uno que ya me habías contado, y que por la noche, al igual que el cielo,
también se transformaba.

Entré en un parque enorme,
y, ¿sabes? El sol brillaba, aunque echaba de menos
que me contaras qué canción le habrías puesto
a ese momento.

Me hubiera gustado contarte más, pero
no tuve la oportunidad.
Fueron unos días sencillos, quizá un poco apagados,
de esos en los que sientes que alguien no está en tu mismo lugar.
Que viajas pensando en otros mundos,
en otros momentos,
aunque luego abres los ojos y te cambian la realidad.

¿Sabes a los que me refiero?
Me hubiera gustado contarte más.




*Canción recomendada*: Cover me up- Jason Isbell



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miércoles, 18 de marzo de 2020

Escritores que pasaron su propia cuarentena


La historia de la humanidad ha vivido numerosas pandemias que han afectado a la población. Por todos son recordadas la peste negra, el cólera, la viruela, tuberculois, la Gripe Española, y numerosas plagas y epidemias más.


La historia de la literatura también está repleta de escritores que padecieron alguna de estas enfermedades y que les costó la vida, debido a la época en la que vivieron y la falta de medios y medicamentos que existían. 

John Keats

John Keats (1795-1821) fue uno de los principales poetas del romanticismo inglés, conocido como “el poeta de la melancolía”, ya que sus versos estaban próximos a la tristeza, el abatimiento y la depresión. Quizá porque había visto la muerte de cerca en dos ocasiones: primero la de su padre, que murió al caerse de un caballo cuando él apenas tenía 7 años. Y después, unos años más tarde, la de su madre por tuberculosis, que hizo que él sus y cuatro hermanos quedaran al cuidado de su abuela. Aunque se licenció en Farmacia, dedicó toda su corta vida a la poesía y a la literatura. Pero la vida no se lo iba a poner nada fácil, ya que perdió a uno de sus hermanos también por tuberculosis. Posteriormente, en uno de sus viajes, se dio cuenta de que él también estaba enfermo y de que, probablemente, le queda poco tiempo de vida. Durante su estancia en la casa londinense de uno de sus amigos, se enamoró de Fanny Brawne y ya enfermo, escribió sus mejores y, quizás más conocidos poemas: Oda a un ruiseñor, Oda a Psique y Oda a una urna griega.

La tuberculosis, una enfermedad altamente contagiosa que afectaba a las vías respiratorias y atacaba de lleno a los pulmones, hizo que muchísima gente se tuviera que aislar y pasar su propia cuarentena sin apenas asistencia ni medicación. La madre, el hermano y el propio Keats sufrieron la enfermedad.  En el caso de Keats, la sufrió aún más estando encerrado en un barco.
Un año después, Keats tuvo que dejar su relación con Fanny, ya que su estado de salud empeoró considerablemente. Los médicos le recomendaron que abandonara el clima frío y húmedo de Inglaterra, y se marchara al clima seco y soleado de Italia. En su camino a Roma, Keats tuvo que pasar una cuarentena obligada en el navío María Crowther, en el que estuvo encerrado durante una semana y enfermo, y donde escribió diversos poemas por desesperación. Una semana encerrado en un barco, enfermo de tuberculosis, en unas condiciones probablemente pésimas. Un año después, murió.

A pesar de morir tan joven, con 26 años, se consagró como uno de los poetas románticos más importante y conocido de Inglaterra.




Lord Byron (1788-1824), otro de los escritores más importantes del romanticismo inglés, probablemente también sufrió una larga y angustiosa cuarentena antes de morir. Hijo y nieto de capitán y vicealmirante, Byron tuvo u
George Gordon Byron "Lord Byron"
na vida muy agitada. Pasó por la Universidad de Cambridge, donde fue un gran y brillante estudiante, pero lo tuvo que dejar por falta de dinero. Durante su vida agitada, tuvo relaciones con prostitutas, aristócratas, y diversos amoríos más. Acabó casándose con Anna Isabella Noel Byron, a quien le dijo en su noche de bodas: «te arrepentirás de haberte casado con el diablo». Como Bayron no era fiel, Anna Isabella acabó abandonándolo tras dar a luz a la única hija legítima del poeta, Augusta Ada

En 1824 sufrió un ataque epiléptico y enfermó gravemente. Durante esa época eran muy frecuentes las sangrías, en las que se extraía gran cantidad de sangre al enfermo con el fin de que se curase, pensando que aquello era lo que le provocaba la fiebre. A pesar de que Byron se negó en varias ocasiones, acabó accediendo a ello. La primera que le practicaron no tuvo buen resultado, por lo que terminaron por hacerle otras dos más. Murió 9 días después, tras haberle extraído cerca de 2 litros de sangre del cuerpo. La causa confirmada de su muerte fue fiebre tifoidea, una enfermedad infecciosa que se caracteriza por fiebre alta constante por encima de los 40º, sudoración, gastroenteritis y diarrea.

Probablemente pasó una larga cuarentena encerrado y sin poder moverse de su cama, agravado todo ello por la enfermedad, la fiebre y las constantes sangrías, y sabiendo cerca su muerte.



Virginia Woolf (1882-1941) también pasó unos cuantos encierros, y no por ninguna enfermedad contagiosa, sino por una supuesta “depresión”. Un encierro obligado. Si de Juana I se decía que estaba loca, de Virgina Woolf se decía (y se sigue diciendo) que era bipolar y que tenía una profunda depresión. Virginia, al igual que su hermana Vanessa, fue violada por uno de sus hermanos cuando ella tenía trece años y él veintiséis.
Adeline Virginia Stephen

Woolf, como era lo propio en esa época, acaba casándose con Leonard Woolf, del que no está enamorada. Un año después de la boda, intenta suicidarse tomándose una dosis de veronal, un potente sedante de la familia de los barbitúricos. Los médicos, en ese momento, atribuyen el suicidio a una enfermedad mental, pero no solo tendrá ese intento de suicidio, sino unos cuantos más después.

En esa época, se recomendaban las llamadas curas de reposo como método para “curar” la depresión. De este modo, se encerraba a las mujeres y se las alejaba de todo cuanto hacían en su día a día. Especialmente, evitaban que hicieran actividades creativas como leer y escribir, y que se dedicaran solo a comer y a dormir. Tras mucho insistir, Virginia consiguió que se permitieran escribir en la que fuera su novela Night and Day. Tal y como recoge Lucía Etxebarría en su libro Mujeres Extraordinarias (2020, pág.288), este tipo de curas fueron definidas por el médico que trató a Woolf de esta forma: “Normalmente recomiendo que la paciente permanezca en la cama de seis semanas a dos meses. La única acción que le permito es lavarse los dientes. Incluso dispongo todo para que sus necesidades las pueda evacuar desde la cama. Las enfermeras se ocupan de la bacinilla y la esponja. Insisto en que se alimente una sentada en la cama, y supervisada por una enfermera”.

A pesar de que las odiaba, durante los tres años siguientes, Woolf estaría ingresada en este tipo de curas unas cuantas veces más ante sus intentos de suicidio. Antes de su muerte, había intentado suicidarse dos veces tirándose por la ventana, una de ellas cuando era pequeña, tras el fallecimiento de su padre; y una vez más con pastillas de veronal un año después de su boda.

Pero el último no sería un intento, sino que le acabaría costando la vida. Se llenó los bolsillos del abrigo de piedras y se sumergió en el río Ouse, del que nunca salió a flote.

Una de las diversas cartas de suicidio que dejó 


Estos tres escritores, probablemente, vivieron un encierro y una cuarentena muchísimo peor que la que estamos viviendo actualmente. En el caso de Byron, su vida había perdido el rumbo completamente. Y Woolf vivía su propio encierro en su mente y cuerpo desde que era bien pequeña. Quizá esos encierros son peores que cualquier cuarentena en un piso de 90 metros cuadrados.

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domingo, 15 de marzo de 2020

¿Qué estamos haciendo con nuestra vida?


Estos días, el mundo nos ha obligado a parar. No podemos hacer lo mismo que hacíamos a diario, no podemos salir a la calle, quedar con amigos, irnos de cena, ir al cine o al teatro, o a un concierto, o a una fiesta, y es como si nuestra vida se hubiese congelado.

Un virus nos ha obligado a quedarnos en casa, a mirar por la ventana con tristeza, a contar los días de “encierro”, a pensar en días mejores o a maldecir esta situación. Pero creo que también nos está enseñando a vivir. Al principio, todo era caos (y lo sigue siendo, en cierta medida), pero vamos comprendiendo lo que es vivir. Leo a diario lo que estos días de cuarentena está haciendo en la gente, y me sorprende, porque están descubriendo cosas básicas de la vida. Algunos están aprovechando estos días para leer, jugar con sus hijos, dar mimos a sus mascotas, o retomar alguna colección (ya sea de montar piezas, de música o de cine). Otros están limpiando a fondo su casa, pintando, escribiendo, meditando, autocuidándose con baños, cremas, mascarillas faciales… Y me pregunto, ¿qué ven de raro en todo eso como para no hacerlo a diario? ¿Acaso eso no es la vida?

La falta de tiempo es un gran problema. Este aislamiento nos ha quitado de todo (trabajo, estudios, compras, paseos y salidas) pero nos ha dado mucho más. Nos ha dado tiempo, y nos ha enseñado todos los momentos que perdemos a diario. Que perdemos, poco a poco, la vida. ¿De verdad ha tenido que pasar todo esto para que, en la tranquilidad de tu casa, cojas ese libro que compraste hace años o que dejaste a la mitad y te decidas a leerlo? ¿O que te dediques un momento a ti? A escucharte, a mimarte, a echarte esa crema o a quedarte un poco más bajo el agua de la ducha, si te apetece.

No nos estamos perdiendo los mejores momentos de la vida. Nos estamos perdiendo la vida. Todos esos momentos forman parte de la vida, no de los días libres, ni de los “cuando tenga tiempo”, ni mucho menos de los “ya lo haré”, seguido de los “cuando me aburra y no tenga nada que hacer”. No necesitamos estar 24 horas encerrados en casa para tener consciencia de la situación y de aprender a estar con nosotros mismos.

Pero, desgraciadamente, como con todo, solo nos damos cuenta de algo cuando no lo necesitamos y no lo tenemos, o cuando nos lo imponen por obligación. Y ahora estamos en ambas situaciones.

Que esta situación te sirva, al menos, para mirar tu vida y saber si la estás viviendo bien. Si estás haciendo todas las cosas normales en tu día a día y no solo ahora, o para hacer empezar todo aquello que tenías pendiente y seguir aplicándolo cuando todo esto acabe. Que, al final, la vida la compartes con otros pero la vives contigo. Tú tienes que ser tu mejor compañero y la persona con la que siempre quieras estar. 

Quiérete, cuídate y regálate tiempo. Y no solo ahora.


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 Deshacerse de cosas y cambiar

 La Generación del Vacío 


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domingo, 8 de marzo de 2020

Juana no estaba loca. Y tú, tampoco


No es casual que uno de los insultos más frecuentes contra las mujeres sea “loca”. En 1509, Fernando II decide encerrar a su hija Juana en el convento de Santa Clara, en Tordesillas, alegando que estaba loca y que tenía una enajenación mental. ¿Por qué? Porque Juana se había convertido en la heredera del Reino de Castilla al haber muerto sus hermanos. Y el problema estaba en que Juana era mujer. ¿Cómo iba a reinar una mujer? Imposible. Su madre Isabel era reina pero Fernando se había casado con ella por el interés de anexionar dos reinos y ser reyes ambos.

La solución fácil era declarar que estaba loca y encerrarla en un convento. Pero mucho antes de eso, la historia, y más concretamente su familia, se había encargado de hacer pasar a Juana por loca. El matrimonio con Felipe el Hermoso fue pactado porque interesaba a la corona de España, y ella no estaba tan loca de amor por él como se ha hecho creer siempre. Felipe tenía amantes estando casado con Juana y hacía todo lo que quería, pero jamás admitiría que no pudiera ser rey de Castilla. Por su parte, Fernando también intentó por todos los medios desacreditar a su hija para reinar él en solitario tras la muerte de Isabel, pero no pudo hacerlo y le ganó la batalla Felipe.





Plaza Mayor de Tordesillas / imagen propia 


Felipe estaba dispuesto a reinar a toda costa, incluso incumpliendo la cláusula del testamento de Isabel, en el que se prohibía reinar a cualquier extranjero, con el objetivo de que Felipe no llegara al poder. En ese momento, Felipe se proclamó rey de Castilla (que no rey consorte, como le correspondería) y quiso declarar loca a Juana para quitársela de encima, pero las Cortes de Valladolid se negaron a declarar la incapacidad de la reina. Poco después, Felipe murió con 28 años. La historia también se ha encargado de hacernos creer que Juana, como estaba loca, se había quedado con el cadáver de Felipe porque lo amaba profundamente y para protegerlo de sus amantes, pero no es la realidad. Juana lo escondió con el fin de que nadie se enterase de la muerte y pasara el tiempo suficiente para que su hijo Carlos creciese y reinara con ella. Antes, no podían volver a casar a una mujer hasta que su marido no estuviera enterrado, y Juana no quería casarse otra vez, sino que quería defender sus derechos como reina.

Fernando, antes de morir, la recluyó en Tordesillas junto a su hija, la infanta Catalina. Allí pasaría años, hasta su muerte en 1555. Su hijo Carlos pasó a ser rey de España, aunque no recibió apoyo en el poco tiempo que reinó. Juana murió sola, recluida, sufrió torturas, malos tratos, y fue acusada de loca por su padre, marido e hijo quienes, casualmente, solamente tenían ansia de poder.

“La historia la escriben los ganadores. Y los ganadores suelen ser hombres”



De mi visita a Tordesillas / imagen propia


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