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Me decía de vez en cuando que yo
era la de las historias imposibles, la que le daba las vueltas a las cosas
hasta que se mareaban, la que incluso mareaba su corazón y hacía dar millones
de vueltas a su cabeza.
También decía que mi sonrisa
enamoraba, que era la luz de sus días tristes aunque, en realidad, no tenía
ninguno. Decía que estaba a mi lado, siempre a mi lado, pero yo no lo veía.
Faltaba tanto que su presencia apenas se notaba cuando estaba cerca.
Decía y decía sin parar, aunque
las palabras eran vacías en muchos casos. El significado iba dentro, no dentro
de la palabra, sino dentro de él. Quizá no se daba cuenta, quizá era así con
todos, pero yo no quería que fuera así conmigo.
Todo ello rondaba en mi cabeza
cuando me cogió de la mano y empezamos a corre calle abajo, aunque conmigo
nunca había querido correr, o no se atrevía. Decía que sí, que era valiente,
que se atrevía incluso a volar, pero yo sabía que no era cierto. Tampoco sé si
hacía las cosas por impulso, creo que nunca le llegué a conocer bien del todo.
Decía que era transparente, sincero, que nunca escondía las cosas, yo sabía que
guardaba un paraíso en su interior que nunca me dejaría conocer. Decía que yo
era difícil de conocer, que me tapaba, que no me mostraba a los demás, y no era
cierto. Le había ofrecido mi paraíso y parecía que él no lo quería.
Me agarraba fuerte de la mano, yo
lo notaba, pero quería dejar de correr. La calle se me hacía interminable,
mientras él no paraba de reír. Disfrutaba, se lo pasaba bien, no existía la
preocupación del momento. Parecía una película, solo que él estaba
sobreactuando. En el guión ponía “reír”, pero él actuaba de más. Se había
convertido en una auténtica fiesta, reía y reía sin parar, pero no sabía sonreír.
Paré de repente y frenó a mi lado, aunque en realidad
estaba a kilómetros de mí. Él quería continuar, no estaba cansado. A decir
verdad, no se había cansado ni un solo minuto en este tiempo. Yo sabía que no
era cierto. Me senté a descansar, a recuperar aire y a cerrar los ojos. Solo
veía oscuridad y puntitos blancos que danzaban queriendo imitar un cielo
estrellado. Apenas pude descansar, porque su voz resonó en el silencio de esa
noche: “Te echo de menos. Vamos,
levanta”. Volví al mundo, abrí los ojos y el cielo estrellado desapareció.
No había estado tanto tiempo fuera, ni siquiera habían pasado cinco minutos. No
podía echarme de menos, nunca lo había hecho. Noté cómo su mano me agarraba
fuerte de nuevo y me levantaba de un impulso. Por su cabeza no pasaba otra cosa
que seguir, pero cómo me hubiera gustado estar dentro de ahí por un momento,
dando un paseo lento por sus pensamientos, tropezarme con algún recuerdo o
contemplar de cerca algún sentimiento. Sin darme cuenta estaba corriendo otra
vez, más rápido que la vez anterior. El viento me daba de golpe en la cara y casi
no veía el suelo, que parecía una cinta mecánica del supermercado. . Yo era la chica loca, la de los
ataques de pensamiento, las millones de vueltas en la cabeza, la indecisión
personificada, las ganas y las desganas por todo, la que nunca creía en los “ojalá”,
aunque siempre los decía, la que echaba de menos, la segura, la fuerte, la
sincera, la que callaba o la que decía las verdades más fuertes, la que tenía
miedo, o la que daba miedo, según la situación. También la que gritaba, la que
se desesperaba, la que era impaciente, la que se ilusionaba y se desilusionaba
casi al mismo tiempo, la rebelde, pero la que siempre estaba. Yo no lo decía,
yo estaba.
“Te echaba de menos”,
repetía una y otra vez mientras volvía a reír con fuerza. Yo intentaba frenar,
reducir la velocidad, pero él parecía que no se daba cuenta; no era cierto,
sabía perfectamente mi intención. Sabía que quería parar, que ya había querido
parar en las carreras anteriores, pero sabía cómo convencerme de lo contrario.
A él, la carrera le parecía divertida, bonita, decía que no se acordaba de nada
más cuando estaba conmigo, que todo era nuevo para él. Mi corazón iba rápido,
quería salirse del hueco, incluso creo que en algún momento lo intentó, pero yo
no le dejé. No recuerdo más de aquella noche.
En ese momento creo que me adueñé
de la frase de Jaime Sabines: “Fue un
placer habernos amado, habernos besado, habernos roto el corazón”. No sé si estaba parada y mi cabeza seguía
corriendo, o si estaba corriendo mientras mi cabeza me rogaba que parase. Pero
creo que nunca más volví a correr a su lado.
Nada era cierto.
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