miércoles, 13 de julio de 2016

No sabía sonreír

Imagen propia
Me cogió de la mano y me dijo “te quiero”; uno sentido, quizá desde lo más profundo de su corazón. Pero yo sabía que me mentía, lo sabía también desde lo más profundo de mi corazón. Había jurado y perjurado mil veces que me necesitaba, pero yo sabía que no era verdad.


Me decía de vez en cuando que yo era la de las historias imposibles, la que le daba las vueltas a las cosas hasta que se mareaban, la que incluso mareaba su corazón y hacía dar millones de vueltas a su cabeza. 

También decía que mi sonrisa enamoraba, que era la luz de sus días tristes aunque, en realidad, no tenía ninguno. Decía que estaba a mi lado, siempre a mi lado, pero yo no lo veía. Faltaba tanto que su presencia apenas se notaba cuando estaba cerca.

Decía y decía sin parar, aunque las palabras eran vacías en muchos casos. El significado iba dentro, no dentro de la palabra, sino dentro de él. Quizá no se daba cuenta, quizá era así con todos, pero yo no quería que fuera así conmigo.

Todo ello rondaba en mi cabeza cuando me cogió de la mano y empezamos a corre calle abajo, aunque conmigo nunca había querido correr, o no se atrevía. Decía que sí, que era valiente, que se atrevía incluso a volar, pero yo sabía que no era cierto. Tampoco sé si hacía las cosas por impulso, creo que nunca le llegué a conocer bien del todo. Decía que era transparente, sincero, que nunca escondía las cosas, yo sabía que guardaba un paraíso en su interior que nunca me dejaría conocer. Decía que yo era difícil de conocer, que me tapaba, que no me mostraba a los demás, y no era cierto. Le había ofrecido mi paraíso y parecía que él no lo quería. 

Me agarraba fuerte de la mano, yo lo notaba, pero quería dejar de correr. La calle se me hacía interminable, mientras él no paraba de reír. Disfrutaba, se lo pasaba bien, no existía la preocupación del momento. Parecía una película, solo que él estaba sobreactuando. En el guión ponía “reír”, pero él actuaba de más. Se había convertido en una auténtica fiesta, reía y reía sin parar, pero no sabía sonreír.

Paré de repente y frenó a mi lado, aunque en realidad estaba a kilómetros de mí. Él quería continuar, no estaba cansado. A decir verdad, no se había cansado ni un solo minuto en este tiempo. Yo sabía que no era cierto. Me senté a descansar, a recuperar aire y a cerrar los ojos. Solo veía oscuridad y puntitos blancos que danzaban queriendo imitar un cielo estrellado. Apenas pude descansar, porque su voz resonó en el silencio de esa noche: “Te echo de menos. Vamos, levanta”. Volví al mundo, abrí los ojos y el cielo estrellado desapareció. No había estado tanto tiempo fuera, ni siquiera habían pasado cinco minutos. No podía echarme de menos, nunca lo había hecho. Noté cómo su mano me agarraba fuerte de nuevo y me levantaba de un impulso. Por su cabeza no pasaba otra cosa que seguir, pero cómo me hubiera gustado estar dentro de ahí por un momento, dando un paseo lento por sus pensamientos, tropezarme con algún recuerdo o contemplar de cerca algún sentimiento. Sin darme cuenta estaba corriendo otra vez, más rápido que la vez anterior. El viento me daba de golpe en la cara y casi no veía el suelo, que parecía una cinta mecánica del supermercado. . Yo era la chica loca, la de los ataques de pensamiento, las millones de vueltas en la cabeza, la indecisión personificada, las ganas y las desganas por todo, la que nunca creía en los “ojalá”, aunque siempre los decía, la que echaba de menos, la segura, la fuerte, la sincera, la que callaba o la que decía las verdades más fuertes, la que tenía miedo, o la que daba miedo, según la situación. También la que gritaba, la que se desesperaba, la que era impaciente, la que se ilusionaba y se desilusionaba casi al mismo tiempo, la rebelde, pero la que siempre estaba. Yo no lo decía, yo estaba.

“Te echaba de menos”, repetía una y otra vez mientras volvía a reír con fuerza. Yo intentaba frenar, reducir la velocidad, pero él parecía que no se daba cuenta; no era cierto, sabía perfectamente mi intención. Sabía que quería parar, que ya había querido parar en las carreras anteriores, pero sabía cómo convencerme de lo contrario. A él, la carrera le parecía divertida, bonita, decía que no se acordaba de nada más cuando estaba conmigo, que todo era nuevo para él. Mi corazón iba rápido, quería salirse del hueco, incluso creo que en algún momento lo intentó, pero yo no le dejé. No recuerdo más de aquella noche.

En ese momento creo que me adueñé de la frase de Jaime Sabines: “Fue un placer habernos amado, habernos besado, habernos roto el corazón”.  No sé si estaba parada y mi cabeza seguía corriendo, o si estaba corriendo mientras mi cabeza me rogaba que parase. Pero creo que nunca más volví a correr a su lado.

Nada era cierto. 



Todos los derechos reservados ©

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Aquí puedes dejar tu aportación. Seguro que es maravillosa

/