jueves, 31 de marzo de 2022

¿Qué escondió Sylvia Plath en 'La caja de los deseos'?

Esta es, quizás, una de las obras más desconocidas de Sylvia Plath. Cierto es que no se configura como una obra en sí misma, sino como un recopilatorio de cuentos, ensayos y fragmentos de sus diarios que ella misma escribió. Porque sí, Plath, además de ser una magnífica poeta, también fue una maravillosa escritora de prosa, más allá de La campana de cristal. Plath describía como nadie los momentos que la rodeaban: desde situaciones cotidianas y preocupaciones humanas, a cosas, aparentemente, menos importantes, como a sus vecinos y sus hogares, o las fiestas a las que acudían.

El título de esta antología narrativa se extrae de uno de los relatos que figuran en su interior, La caja de los deseos escrito en 1956. En el mismo, Plath aborda el suicidio a través de su protagonista, Agnes, una mujer con una aparente buena vida y un matrimonio feliz que es incapaz de soñar; en contraposición a su marido, Harold, quien tiene unos sueños tan vívidos que, a veces, está más en ellos que en la propia realidad. Agnes recuerda su infancia como una época feliz, como una caja de los deseos que tenía música. Unos años en los que sí era capaz de soñar. Ahora, casi solo lo conseguían las pastillas.


'La caja de los deseos'- Sylvia Plath / imagen propia



Esa representación de Agnes y Harold tampoco era azar o casualidad. Plath sabía muy bien qué escribía y por qué lo hacía, y en ese relato, bajo unos inocentes y desconocidos Agnes y Harold, se escondían realmente Sylvia Plath y Ted Hughes. Ella era Agnes. Era esa mujer infeliz e incapaz de soñar. Este relato es especialmente revelador, puesto que Plath menciona uno de los sueños de Harold antes de conocer a Agnes:

«En una ocasión, en una época deprimente y con mal horóscopo en la vida de Harold, antes de conocer a Agnes, Harold soñó que un zorro rojo corría por su cocina, gravemente quemado, la piel carbonizada y negra, sangrando por varias heridas. Más tarde, confesó Harold, en un momento más propicio, poco después de casarse con Agnes, el zorro rojo volvió a aparecer, milagrosamente curado, con la piel floreciente, para regalar a Harold un bote de tinta indeleble negra marca Quink. A Harold le gustaban especialmente los sueños de zorros; eran muy recurrentes».

Hughes había soñado con un zorro en llamas. Fue cuando Sylvia y él se conocieron, en el momento en el que él decidió que estudiar Literatura estaba acabando con su creatividad. Entonces, en el sueño, apareció ese zorro en llamas, una metáfora de sus instintos poéticos crudos e inexpertos. El animal entraba en su habitación y dejaba una huella de fuego en el ensayo que tenía sin terminar encima del escritorio. Antes de separarse de Plath, escribió Dificultades de un novio, una obra basada en un sueño en el que un joven atropella a una liebre, la vende a un carnicero y con el dinero que le dan, compra rosas rojas para su amante.

Tal fue la importancia del zorro en la vida de Hughes que, entre sus poemas, se encuentra El zorro que piensa (o El pensamiento zorro) (The Thought-Fox): 

Imagino el bosque de este momento a medianoche:
algo más vive
junto a la soledad del reloj
y de esta página en blanco donde mis dedos se mueven.
Por la ventana no veo estrella alguna:
algo más cercano
aunque más profundo en la negrura
se interna en la soledad:
fría, delicada como la nieve oscura,
la nariz de un zorro toca una rama, una hoja;
dos ojos siguen un movimiento, que ahora
y otra vez ahora, y ahora, y ahora
deja nítidas huellas sobre la nieve
entre los árboles, y con cautela una sombra
lisiada se demora junto al tronco y en la cavidad
de un cuerpo que osa acercarse
hasta los claros, un ojo,
un verdor se extiende, se profundiza,
brillante, concentrado,
inmerso en sus propios asuntos
hasta que, con un súbito, agudo y cálido hedor de zorro,
entra en el oscuro vacío de la cabeza.
La ventana aún sin estrellas; el tictac del reloj,
la página está impresa.


El zorro también aparecería dibujado en la primera edición de los poemas seleccionados que Ted Hughes escribió en 1962 y que dedicó a Sylvia. Este ejemplar fue subastado el año pasado por la hija de ambos, Frieda Hughes, junto con una colección de diversos objetos que pertenecieron a sus padres. Este ejemplar, en concreto, fue vendido por £ 5.250 (5.831 euros)


Primera edición de 'Poemas seleccionados' escrito por Ted Hughes 



En esta colección, también encontramos un relato curioso, Entre los abejorros, que Plath escribió a principio de los años cincuenta. Por todos es sabida la mala relación de Sylvia con su padre, a quien incluso dedicó el duro poema Papi, donde, entre reproches y rencores, comparaba a su progenitor con un nazi. Otto Plath fue biólogo, entomólogo, académico y profesor universitario especializado en las abejas y sus comportamientos. Es por ello que el título de este relato tampoco fue escogido al azar por su autora. En el mismo, Plath se refugia bajo el alter ego de la pequeña Alice Denway, mientras que su hermano conserva el mismo nombre que en la realidad, Warren. Lo curioso de este relato es que la visión de Alice es completamente distinta de la de la Sylvia real, al igual que la maravillosa relación que la pequeña mantiene con su padre en el relato. Plath escribió, quizá, la relación idílica que siempre quiso tener con su padre, donde ella era la hija preferida; a quien su padre, al volver de la gran ciudad de dar clase, le traía pequeños regalos; a quien cogía en brazos, con quien pasaba la mayor parte del tiempo y con quien jugaba en la playa. La hija mayor, la que estaba creciendo frente a sus ojos, en contraposición a su hermano Warren, que aún era casi un bebé que se manchaba al comer y quien dependía de su madre a diario.

Plath, a través de la pequeña Alice, relata cómo, prácticamente de un día para otro, su padre enferma. Cómo viene un médico y le pincha algo que ella desconoce. Cómo su madre le dice: “Pórtate bien, Alice. El médico ha venido a ayudar a papá”, y luego un: “Mejor no mires”, mientras la aguja penetra en el brazo del hombre. Cómo, después de varios días sin salir de esa habitación en penumbra y que olía raro, Alice entra y contempla la “cara demacrada de su padre, del color amarillo de la cera de las abejas”. Y cómo ese pequeño hilo de respiración y el sonido débil del pulso de su corazón alejaban, sin saberlo, a su padre de ella para siempre.

«Esa fue la última vez que Alice Denway vio a su padre. Entonces no sabía que en todo lo que le quedaba de vido no habría nada que anduviese con ella, como él, orgulloso y arrogante entre los abejorros», finaliza Plath el relato.

Otto Plath enfermó cuando Sylvia tenía apenas 3 años, y poco después del nacimiento de su segundo hijo, Warren. Estaba convencido de sufrir un cáncer de pulmón, pero se negó a recibir tratamiento médico. Cinco años después, una infección en el pie reveló que en realidad sufría diabetes avanzada y, aunque le amputaron la pierna, falleció poco tiempo después. Su muerte afectó en gran medida a la escritora. Jamás le perdonó que la hubiera abandonado y le acusó de que su muerte hubiera repercutido en su estado mental, convirtiéndola en el fantasma de “una infame suicida”, como así escribió en el poema Electra en la senda de las azaleas:


El día de tu muerte me sumí en la tierra, 
en el ocurso refugio donde las abejas, 
a rayas oro y negras, aguantan el temporal
como piedras hieráticas y el terreno es firme. 

(...)

Los pétreos actores, en sus puestos, se toman un respiro. 
Traje mi amor como ofrenda y entonces moriste. 
Fue la gangrena lo que te devoró hasta los huesos, 
dijo mi madre. Moriste como cualquier otro hombre. 
¿Cómo podría yo madurar en tal estado mental?
Soy el fantasma de una infame suicida, 
y mi propia navaja azul aún se me oxida en la garganta.
Oh, perdona a aquella que acude buscando perdón 
a tu puerta, padre, tu perra, tu hija, tu amiga. 
Fue mi amor el que nos empujó a ambos a la muerte. 


Pero, sin duda, uno de los relatos más reales fue el que escribió antes de morir, Blitz de nieve. Se trata de un ensayo que Plath escribió en 1963, justo el año de su muerte, y en el que relata el duro invierno en Londres. A pesar de haber vivido cinco años en Inglaterra, esa fue la primera vez que vio nevar allí. Ya separada de Hughes y con dos niños pequeños, Plath vivió durante esos meses en un apartamento que en su día perteneció al también escritor W.B.Yeats, y que era tan antiguo que no tenía calefacción central. Londres, una ciudad poco habituada a las grandes nevadas, no supo cómo gestionar aquel temporal, algo que indignó profundamente a Plath, que, como buena americana, había vivido numerosas nevadas a lo largo de sus 30 años de vida. En Londres no tenían máquinas quitanieves, las calles estaban cubiertas de nieve y de hielo, las tuberías estaban completamente congeladas, no había agua ni calefacción de ningún tipo, las tiendas se habían quedado sin stock de velas y lámparas de aceite, la inmobiliaria que había alquilado el apartamento de Plath no se hacía cargo de los daños que la nevada estaba ocasionando, y la escritora tenía que hacer frente, además, a la gripe que padecían sus dos hijos.

Los cortes de luz y de agua eran frecuentes, también el frío y el abandono que sentía tanto por fuera como por dentro. Hughes había rehecho su vida con otra mujer (en realidad, la había rehecho desde hacía tiempo), y Sylvia tenía que hacer frente a eso, sumado al cuidado de los pequeños, la casa a medio montar por la reciente mudanza, el poco dinero que tenía y la depresión que sufría desde hacía tiempo. A todo ello se añadió la espectacular nevada que lo cubrió todo los primeros meses de 1963, -algo que no se había visto desde 1947-, y que tan bien contó ella en este ensayo.

«Se notaba que no quería pensar en la posibilidad de un Blitz de nieve anual. Ponerse ropa de abrigo, montones de té y valentía. Parecía que la respuesta era esa. Al fin y al cabo, al margen de la guerra y el mal tiempo, ¿qué engendra semejante camaradería en una ciudad grande y fría? Mientras tanto, las cañerías siguen en el exterior. ¿Dónde si no? ¿Y qué pasa si hay otro Blitz de nieve? ¿Y otro más? Mis hijos crecerán resueltos, independientes y duros, peleando en las colas para conseguirme velas en mi febril vejez. Mintras hago té sin agua- en el futuro debería haber de eso, por lo menos- en un quemador de gas en el rincón. Si no que el gas también está kaput».

Plath hablaba de un futuro y del gas, casi a modo de premonición; un futuro que estaba próximo a enterrarse también bajo la nieve. Y ese gas que acabaría con todo la mañana del 11 de febrero de 1963.

Ted Hughes, sombra alargada de Plath desde el principio hasta el final, fue el encargado de la selección de los cuentos, ensayos y fragmentos que aquí aparecen, que fueron publicados entre 1977 y 1979, cuando Sylvia llevaba más de diez años muerta. También se encargó, cómo no, de escribir el epílogo, del que me voy a abstener de opinar, no sin antes destacar que me parece un auténtico despropósito cada palabra que en él figura. La parte “cariñosa” y orgullosa de su mujer (exmujer, en ese momento) alabando su cuentos y su poesía chocan profundamente con la imagen que da de Sylvia, lo que él considera “impublicable”, lo que casi confiesa haber destruido o la vena innecesaria de crítico literario que destroza la obra que tiene delante.

Ted se convirtió en su albacea literario. Ted eligió lo que se publicaba en esta colección; Ted eligió lo que no; Ted hizo desaparecer lo que no le interesaba que viese la luz; Ted juzgó la obra de Sylvia, su valía y su calidad una vez muerta; Ted se atrevió a describir a la que había sido su mujer durante seis años, aunque me atrevo a decir que la conocía bastante poco; Ted eligió el epitafio que figura en la tumba de Plath. Ted lo eligió todo. Y mientras, Sylvia, se moría de frío en el Londres de 1963.

«En Irlanda espero recobrar, quizá, el espíritu y en Londres, en otoño, el cerebro; y puede que, en el cielo, recupere mi corazón»- Sylvia Plath (9 de octubre, 1962)


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martes, 22 de marzo de 2022

Lorca: Cante Jondo, sintetizadores y luces de neón

'Tengo tres estrellas y veinte cruces' - FIAS 2022


El Cante Jondo se constituye, quizás, como una de las obras más pasionales del poeta granadino. Siempre fiel a sus raíces y a su estilo reivindicativo, a su niñez y a sus recuerdos, la guitarra y el cante estuvieron muy presentes en la vida del escritor, como sus gentes, su cultura y su tierra.

Con su Cante Jondo, Lorca buscaba sorprender. Era consciente, —como también lo era su círculo más cercano—, de que aquel era un proyecto ambicioso a la par que difícil. Volver a los orígenes, recuperar la esencia, sacar al Sur de España de ese letargo racional al que la Ilustración había sometido a los ciudadanos, a quienes había alejado de las pasiones y los sentimientos; romper con la degradación que sufría la cultura flamenca en los tablaos de la ciudad, apartada de sus raíces primitivas, de la naturaleza y del pueblo. Regenerar toda una cultura y cambiar todo un pensamiento. Ir un poco más allá de lo establecido.

Lorca, al contrario que sus coetáneos y paisanos Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti, —quienes apostaban por lo popular, y por la imagen de Andalucía como un remanso de paz y felicidad frente al ajetreo de la vida urbana—, quiso hacer de su tierra un desgarro pasional y convertirse en el portavoz y protagonista de aquello, en el vividor y sufridor de las causas y sus gentes. Quiso ser el gitano, el cantaor, la guitarra y el jinete, algo que repetiría en Poeta en Nueva York, dando voz a los esclavos, a los negros, a los cubanos y a sus gentes.

Quiso expresar el dolor y contar la historia de un pueblo y una cultura huyendo siempre del folckore popular ya existente, utilizando el costumbrismo únicamente como un instrumento y no como un fin, que no era otro que mostrar una realidad oculta, a través de los principios más primarios del Romanticismo. Todos los versos reunidos en este poema largo giran en torno a la naturaleza, al amor, al destino, a la pena, a la fatalidad y a la muerte, una muerte que constituye el fin de una vida y, a la vez, la respuesta a todas las preguntas del hombre. Una muerte pasional y dramática en la que tienen cabida los cuchillos, las espadas y los puñales; una muerte que da título a muchos de los poemas; una muerte que atraviesa pechos y corazones; una muerte acompañada por el llanto de una guitarra.

Cartel original
Manuel de Falla fue quien dio alas al poeta, quien ya llevaba un tiempo emocionado con la idea de escribir y publicar unos poemas que rompieran con la estampa casi única de la Castilla de Machado, Unamuno y Azorín, y recuperasen la esencia de un Sur olvidado y de una Andalucía inundada por los tópicos y la tradición más simple. El compositor, quien hablaba de la “degeneración, del olvido y del desprestigio que estaban envolviendo las viejas canciones”, y con el afán de renovar las mismas, reivindicar y dar visibilidad a una parte importante de la cultura, puso en marcha el Concurso del Cante Jondo, que se celebró en 1922 coincidiendo con la festividad del Corpus Christi y que atrajo a una multitud de jóvenes intelectuales, convirtiéndose además en un evento con alcance nacional. Manuel de Falla fue muy estricto en cuanto a las normas de participación: "evitar el floreo abusivo de los cantos y cualquier imitación del estilo teatral o de concierto", así como la exclusión de los profesionales mayores de 21 años. 

Para entonces, Lorca ya tenía los poemas escritos con la intención de que se publicasen en un único libro, aunque eso no llegó hasta 1931. Su obra, que él mismo definió como “un puzzle americano”, se estructuró en siriguiya, soleá, saeta y petenera, e incluyó dos diálogos finales. Una prosa cantada —aunque en realidad son tercetos o cuartetos asonantados— que recupera la pureza del cante jondo, que se configura como una proyección de la naturaleza a través de los distintos estados de ánimo. Como una ruptura de lo “tradicional”, que aparece reflejado en uno de los diálogos finales,—La escena del teniente coronel de la guardia civil—, en la que se presenta la identidad tradicional y cerrada del Guardia Civil, mediante la repetición de: “Yo soy el teniente. Yo soy el teniente. Yo soy el teniente coronel de la Guardia Civil”, frente a la identidad abierta del gitano que, como afirma Luis García Montero: “puede ser cualquier cosa. Tiene una identidad abierta, vive en el deseo, en el viento, en la tensión de los contrarios, en los paisajes configurados por García Lorca para dibujar el mito de una Andalucía trágica”. Diálogo que también da título a este proyecto: “Tengo tres estrellas y veinte cruces”.

Dos meses les han bastado a Ángeles, Víctor, Gloria y Javier (@angelesvictorgloriayjavier) para poner música y trasladar los poemas del Cante Jondo de Lorca a esta nueva tesitura sonora, interpretando Nana de Sevilla, Suspiro tierno, Puñal, Paisaje, Muerte de la petenera, El paso de la siriguiya, Clamor, Y después, Balcón, Las tres morillas, Guitarra, Madrugada y Baile. Un trabajo intenso, sin más objetivo que experimentar, divertirse, crear belleza, y mostrarlo (en principio) una única vez. El espectáculo, enmarcado dentro del Festival Internacional de Arte Sacro 2022 (FIAS), cristalizó el trabajo de los cuatro jóvenes músicos en la Sala Roja de los Teatros del Canal el pasado 15 de marzo, logrando empastar elementos a priori completamente dispares.



Cartel FIAS 2022 - Teatros del Canal


La espectacular voz de la cantaora Ángeles Toledano dio vida a los poemas, pero con un acompañamiento poco frecuente: los sintetizadores de Víctor Cabezuelo, habituales para los seguidores de su banda, Rufus T. Firefly, envolviendo el producto en texturas psicodélicas; la rotunda electrónica de Javier Martín Balsa, conocido recientemente por su nuevo grupo, The Low Flying Panic Attack; y los ritmos de la batería especializada en jazz Gloria Maurel, percusionista de artistas como Ana Tijoux, Alfred García o Maren. Esta peculiar miscelánea se completó con una llamativa y poderosa puesta en escena, dispuestos los cuatro artistas de forma paralela —en los extremos voz y batería, en el centro teclados y mesa de mezclas—, y arropados por un set de luz formado por barras de neón,—algunas cruzadas, quizás por puro azar o utilidad técnica, aunque podemos pensar también que es una alusión a las cruces protagonistas de los poemas, signo que Lorca utilizó de forma emblemática en los caminos para recordar una muerte accidentada, un final trágico o una aventura que no ha llegado a cumplirse—, que transformaban el conjunto en una experiencia totalmente fuera de lo común.

La contundencia de la electrónica de Javier, influenciada por artistas como Moderat o Thom Yorke, combinada con el juego de luces, convertía en ocasiones el espectáculo en una suerte de rave; aunque también dejaba espacio a momentos más íntimos e introspectivos, donde las luces se mantenían estáticas y la voz de Ángeles cobraba más protagonismo, acompañada por los pasajes ambientales trabajados por Víctor. El reto era mayúsculo, ya que se debía integrar una batería orgánica con un set electrónico que ya contaba con alguna sección rítmica sintética, y combinar esos dos elementos tan potentes con sonidos ambient pop y un repertorio tradicional tan alejado de esas fórmulas como es el cante jondo.


Cante jondo, sintetizadores y luces de neón"- @deepblackday

El resultado final, aunque desconcertante en algunos momentos, fue impresionante, y novedoso pese a tener ejemplos de fusión de flamenco y géneros afines con electrónica en nuestro país tales como Fuel Fandango o María José Llergo. En este caso, la sensación de estar viendo un concierto y a la vez varios era constante, y tener a los protagonistas dispuestos de forma regular sobre el escenario permitía fijar la atención en cada uno de ellos y ser plenamente conscientes de la parte que aportaba cada uno al conjunto. El poder que ya de por sí atesoran los versos del poeta granadino puestos en boca de una voz tremenda proporcionaba lo necesario para elevar el resultado y encoger corazones varios; y el factor sorpresa de tan genuina forma de acompañarlos, como mínimo, consiguió poner los ojos de más de uno como platos. Una sala entera de pie como epitafio puso de manifiesto que, quizá, no fue tan mala idea.

Solo queda preguntarse qué pensarían Manuel de Falla y Federico si contemplasen lo que, a día de hoy, se sigue haciendo con su legado. “No hay ni una sola guitarra”, apuntaría posiblemente uno; “pero sigue habiendo alma y corazón” respondería, con toda probabilidad, el otro.




Post escrito en colaboración con Dani Vega (@danidelparaiso)

jueves, 17 de marzo de 2022

Olwyn Hughes: la sombra alargada de Sylvia Plath

La sombra del ciprés es alargada, como el libro de Delibes, solo que en este caso no era un ciprés, sino que tenía nombre propio: Olwyn Hughes. Un apellido conocido, ¿no? Efectivamente, era la hermana de Ted Hughes. Esta mujer de casi carita angelical (nótese la ironía) era quien manejaba absolutamente todo lo concerniente a su hermano, y era quien movía los hilos en su relación con Sylvia Plath, su posterior divorcio e, incluso, en lo relativo a la producción literaria de Ted. Era la que recibía las cartas, la que aceptaba entrevistas según el objeto de las mismas, la que supervisaba lo que se publicaba en lo relativo a la historia de amor de su hermano con Sylvia Plath, y la que daba el permiso necesario para ello, siempre y cuando se salvaguardase la imagen de Ted. Cuando su hermano comenzó a tener una fama notoria con la publicación de sus poemas, se convirtió en su agente literario y, según dicen, era implacable a la hora de firmar contratos. Velaba en todo momento por unas condiciones justas a la hora de publicar las obras y no permitió que nadie le diese a su hermano menos dinero del que el valor de sus poemas merecía. Pero este aparente amor fraternal, probablemente, escondía otra cosa. Olwyn estaba absolutamente fascinada por su hermano, y odiaba profundamente a Sylvia Plath, aquella joven y risueña americana que había conseguido enamorar a su hermano y casarse con él en un tiempo récord. Sylvia tampoco soportaba a Olwyn, y en las escasas veces que coincidieron en reuniones familiares, la tensión era tan grande que podía cortarse con un cuchillo. En una de esas celebraciones familiares, y según cuentan, ambas tuvieron una disputa tan feroz que nunca más volvieron a verse. Para Olwyn, la única mujer de los tres hermanos, Ted lo era todo. Era el espejo en el que mirarse, y así era también para él, como aparece en una fotografía que ambos se hicieron en su juventud. 

Ted Hughes y su hermana, Olwyn Hughes


Tal era la devoción que sentía por él que incluso buscó parejas que tuvieran similitud física con su hermano. Ninguna relación acabó bien, puesto que ninguno de esos hombres eran Ted. Cuando Sylvia murió, esa adoración hacia él fue en aumento. Rápidamente, se trasladó a la casa familiar para ayudarle con los niños, dejando de ser la tía para ser la figura materna de los menores. Sylvia ya no estaba, y era un alivio. En cuanto a los dos niños, Olwyn tuvo clara su preferencia. Prefería a Nicholas, el pequeño, puesto que era la viva imagen de Ted. En cambio, la relación con Frieda, la mayor, no fue igual, puesto que era una especie de doble de su madre. Al dolor ante la pérdida de su hermano Ted en 1998, se sumó en 2009 el suicido de su sobrino Nicholas. Frieda reconocería tiempo después que, cuando ambas realizaron el viaje hasta Alaska (donde vivía Nicholas) para arreglar los papeles del entierro, su tía se dio cuenta de que la depresión ante la pérdida de dos personas importantes (primero, de su hermano; y después, de su sobrino) era real. Ella, que había echado siempre veneno a los pequeños sobre Sylvia Plath y su supuesta depresión. 


Los hermanos Hughes: Gerard, Olwyn y Ted


Hasta su muerte en 2016, Olwyn siguió supervisando todo aquello que se publicaba sobre Ted y sobre el matrimonio Hughes-Plath, obligando en muchos casos a cambiar declaraciones, partes de libros, impidiendo la publicación de los mismos y negándose a dar su aprobación a determinados escritores. Una de las biografías más conocidas sobre el matrimonio es la de
La mujer en silencio - imagen propia
Anne Stevenson, Bitter Fame: A life of Sylvia Plath, que contó con la absoluta aprobación de Olwyn, ya que, prácticamente, la escribió ella, aunque estuviese firmada por Stevenson. Ella fue la encargada de crear la peor visión posible de Sylvia, y así lo narró Janet Malcolm, que nunca contó con la ayuda y aprobación de Olwyn para publicar La mujer en silencio



Malcolm estuvo en contacto con Olwyn mediante correspondencia y llegó a entrevistarla en alguna ocasión con motivo de la publicación de su obra, puesto que también necesitaba su permiso para incluir determinados fragmentos de las cartas del matrimonio o de los poemas de Plath. Ambas mujeres no tuvieron buena relación, y las reuniones y comidas fueron tensas. Olwyn no estaba por la labor de autorizar la publicación del libro de Malcolm así como así, y le pidió en numerosas ocasiones que eliminase ciertos pasajes a cambio de facilitarle la documentación que precisaba. Malcolm se negó y recogió en su libro diversos testimonios de biógrafos, amigos y conocidos de Sylvia para elaborar un auténtico manifiesto contra la censura, la dificultad de escribir y publicar una biografía certera sobre Plath, y las distintas opiniones que tenían acerca de la escritora tanto sus defensores como sus detractores (que, lógicamente, eran seguidores de Ted): 


«En una obra que no sea de ficción, casi nunca sabemos de verdad lo que pasó. El ideal de la información sin mediaciones habitualmente sólo lo consigue la ficción, donde el escritor informa fehacientemente de lo que se le pasa por la imaginación».

La animadversión por Plath era más que latente y, según cuenta Malcolm en el libro, Olwyn hablaba con desprecio de ella. Recuerda que una de esas comidas coincidió con el aniversario de la muerte de Plath, y le pidió amablemente a Olwyn si podía acompañarla hasta la casa de Primrose Hill donde la poeta había pasado sus últimos días y donde había ocurrido el fatal desenlace con el fin de extraer una descripción certera del lugar y realizar un minuto de silencio en honor a Sylvia. Al principio, Olwyn se negó, alegando que evitaba pasar por allí, y que llevaba muchos años sin acercarse. Pasados unos minutos y de mala gana, Olwyn aceptó únicamente a indicarle el camino a Malcolm, pero no a acompañarla hasta allí. 


Los últimos días de Sylvia Plath - imagen propia 
Sobre esta especie de "censura" a la que Olwyn sometía todos los escritos que llegaban a sus oídos y manos, también habló Jillian Becker, escritora y amiga de Plath, y con quien pasó prácticamente sus últimos días de vida. En su libro Los últimos días de Sylvia Plath, Becker relata diversos aspectos desconocidos sobre la escritora, y esos últimos fines de semana que pasó con ella y con los niños, a quien no dudó en acoger en su casa dado el estado físico y emocional en el que se encontraba la escritora. Dedica también un capítulo al funeral y posterior entierro de Plath, sin pasar por alto diversos acontecimientos que ocurrieron y que únicamente supieron los que estuvieron presentes, como una de las conversaciones que Malcolm tuvo con Hughes, después del entierro de Sylvia, donde también estaba su marido, Gerry: 


 

Gerry compró una botella de whisky. Él y Hughes bebían en silencio. Así que sirvieron el té y cada uno tuvo su ración de pastel de carne. Hughes estalló de forma violenta aunque en voz tan baja como si solo hablara para Gerry y para mí pese a no mirarnos a ninguno de los dos.

- Todo el mundo la detestaba -dijo
- Yo no -dije
- Tenía que ser ella o yo -dijo, frase que repetiría varias veces en el curso de aquella tarde, como si quisiera grabárnosla en la memoria. Ninguno de los dos le respondió. 
- Hizo de mí un profesional -se lamentó en un determinado momento, cuando su ira se atenuó y se resolvió en amargura. 

Ese "todo el mundo la detestaba" volvió a tener su aparición en 1988. cuando Malcolm se reunió con Olwyn Hughes, quien a su vez iba a presentarle a Anne Stevenson, la biógrafa de Plath semiautorizada por Hughes (la autora de Bitter Fame: A life of Sylvia Plath): 

Cuando, en presencia de Olwyn, conté a Stevenson lo que me había dicho Hughes en el funeral de Sylvia- que «todo el mundo la detestaba»-, Olwyn me llamó la atención y me hizo callar. La lealtad a su hermano la había convertido en severa censora. 

- ¡No irá a hacerlo constar! -disparó a Stevenson. 

Finalmente, nada de lo que yo conté en relación con el funeral apareció en el texto aprobado por Olwyn de Bitter Fame, el libro de Stevenson. Constaba en él, sin embargo, el testimonio póstumo de Dido Merwin, según el cual había que echar la culpa a Sylvia de la infidelidad de Hughes y de la ruptura de su matrimonio. 


Olwyn Hughes, -"la mujer que empalmaba cigarrillos", como así la describen- falleció el 6 de enero de 2016 a causa de un cáncer. Casi hasta el fin de sus días (porque una demencia no se lo permitió) fue agente literario de su hermano y albacea de Sylvia Plath. Tampoco tuvo buena relación con la segunda esposa de Ted, Carol Hughes, pero acabó cediendo ante ella, pues iba a ser la nueva encargada de mantener el legado del poeta después de su muerte. Su sobrina Frieda fue quien la cuidó hasta el final, pues además de su enfermedad, también tenía demencia.


Ted y Carol Hughes, segundo mujer del poeta

A día de hoy, es prácticamente imposible saber la historia real de Sylvia Plath, así como leer alguna de sus obras completas. Todas las escritas por Sylvia han sido censuradas en su mayoría por Ted y Olwyn Hughes, pues faltan poemas, cartas, diarios, dibujos y relatos que ellos se encargaron de que desaparecieran. También es muy difícil encontrar una sola obra de la poeta que no contenga un prólogo, un preámbulo, una introducción o unas notas de Ted Hughes, o un agradecimiento al mismo, como escribió Aurelia Plath (madre de Sylvia) en Cartas a mi madre. 

Las biografías sobre la escritora y su matrimonio con Ted están alteradas ya que, si no pasaban el filtro de Olwyn, las mismas no veían la luz. Poco podemos esperar de una persona que, en el entierro de su mujer, expresó sin miramientos y sin ningún tipo de arrepentimiento que "todo el mundo la detestaba". Poco podemos esperar también de una biografía supervisada y prácticamente escrita por Olwyn Hughes veinte años después del suicido de Sylvia en la que, directamente, se culpaba a la escritora de la infidelidad de Ted y de la ruptura de su matrimonio. Es importante recordar que, hace no mucho tiempo, vieron la luz unas cartas que Sylvia escribió a su psiquiatra donde, entre otras muchas cosas, reconocía que Ted Hughes la había maltratado física, verbal y psicológicamente, y que, debido a todo eso, había sufrido un aborto entre Frieda y Nicholas. Todo eso, lógicamente, no interesaba que saliese a luz, pero ha salido. Y se lo debemos a Sylvia.  


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sábado, 5 de marzo de 2022

Anna Ajmátova: poesía y dolor ante la guerra

El mundo está triste, desolado y atemorizado. Después de una pandemia -que sigue conviviendo con nosotros- y numerosas catástrofes naturales, nos vemos sumidos en uno de los mayores desastres evitables: una guerra. Y nos vemos sumidos todos, aunque estemos geográficamente lejos, aunque las bombas no caigan a nuestro lado, aunque las sirenas no nos perturben el sueño, aunque no tengamos que refugiarnos ni huir.

Nos afecta más allá de las pérdidas económicas, de las pérdidas artísticas, de la pérdida humana vista como se vio en las anteriores guerras, como “mano de obra”; de la diplomacia, de las relaciones, de partidos de fútbol y festivales de Eurovisión. Nos afecta como personas, como odio, como dolor, como pérdida irreparable, como terror, como desconfianza en la humanidad. Nos afecta como afectó a tantas y tantas personas que vivieron una guerra de cerca en cualquiera de los siglos pasados. Y que algunas nos regalaron su testimonio. Un testimonio que remueve por dentro, que te hace ser consciente de ese dolor, de ese sufrimiento, de esa incertidumbre ante un futuro que, quizá, no llegarían a ver nunca ni ellos ni sus familiares. Unos testimonios que llegan a todos, menos a quienes realmente tendrían que llegar. Los que pasan por alto el sufrimiento ajeno.



Anna Ajmátova, poeta


Desde hace unos años, tenemos el inmenso placer de contar con las obras traducidas al castellano de la poeta ucraniana Anna Ajmátova (1889-1966)- pseudónimo de Ana Andreievna Gorenko-, hija de una familia noble de origen tártaro. Comenzó a escribir poesía con once años, y como su padre no quería ver su apellido impreso en ninguno de los versos de su hija, Anna adoptó el apellido de su bisabuela y utilizó “Ajmátova” como pseudónimo. Estudió derecho, literatura y latín, y con veintitrés años publicó su primer libro de poemas, La tarde

Ajmátova vivió de cerca la revolución rusa y el terror Stalinista. Su primer marido, el también poeta, Nikolai Gumilev, fue acusado de actividades contrarrevolucionarias y fue fusilado. Muchos de sus amigos poetas fueron enviados a gulags, y Ajmátova vio cómo la mayoría de sus familiares y seres queridos morían, eran enviados al exilio o eran encarcelados. Uno de ellos, su único hijo, Lev. Después de años de sañalamiento por el régimen, fue encarcelado en 1938 acusado de terrorismo. Durante diecisiete largos meses, Ajmátiva hizo fila todas las mañanas ante la cárcel de Liningrado para saber si su hijo seguía con vida. 



Ajmátova y su hijo Lev


De este terrorífico acontecimiento, Anna escribió un duro y precioso poemario titulado Réquiem, que publicó en 1963, año en el que también le fue concedido el Premio Internacional de Literatura. En el prólogo, Ajmátova escribió: 

En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Liningrado. Una ves alguien me "reconoció". Entonces, una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):


- ¿Y usted puede describir esto?

Y yo dije:

- Puedo.

Entonces, algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro


 Y lo hizo. Vaya si lo hizo. 


(…)

Esto fue cuando el que muerto estaba

solo sonreía, de su paz alegrado.

E inútil, colgante, columpiaba

junto a sus prisioneros Leningrado.



Y cuando de tormento enloquecido

el condenado al regimiento marchaba,

y una corta cantinela de despido

el silbido de los trenes cantaba.



Las estrellas de la muerte constantes,

Rusia inocente de dolores repleta

Debajo de aquellas botas sangrantes

y las ruedas de las negras furgonetas.



Al alba te llevaron,

como a un entierro tras de ti mi salida,

en la oscura alcoba los niños lloraron,

ante el santo quedaba la vela derretida.



En tus labios el frío de un icono.

Sudor de muerte en la frente no olvido.

Como las mujeres de Streliezki pregono

Bajo las torres del Kremlin mi alarido.



(…)

Diecisiete meses grito,

a la casa te reclamo,

al verdugo ayer suplico,

por ti mi hijo y mi espanto.

Todo se enreda sin nombre

ya no sé diferenciar

quién es la bestia o el hombre,

si la ejecución he de esperar.

Solo flores polvorientas,

incensario, tintineo, huellas

a cualquier y a ninguna parte.

Ajmátova y Punin
El canto al desamor, al paso del tiempo, al sufrimiento y al terror, acompañado de pérdida, muerte y desolación, -temáticas recurrentes en sus poemas-, tenían una razón de ser. Al fusilamiento de su primer marido y al encarcelamiento de su hijo, se uniría la pérdida de su último marido, el historiador Nikolái Punin, quien murió de agotamiento en un campo de concentración.





Por temor a que fusilaran a su hijo, a quien habían deportado a Siberia, Ajmátova quemó todas sus cartas y escritos personales. Sus poemas fueron prohibidos, fue acusada de traición y deportada. Tiempo después, su hijo Lev fue liberado y pudo regresar con él a Leningrado, que se encontraba devastada tras la invasión nazi.

Durante ese tiempo, Ajmátova se ganó la vida traduciendo al poeta y filósofo italiano Giacomo Leopardi, y publicando ensayos en periódicos escolares, pero el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética aprobó una resolución en la que se criticaba la labor de una de las revistas en las que Ajmátova escribía y ella misma fue calificada como “una representante del pantano literario reaccionario apolítico”, por lo que, tanto ella como el también escritor Mijaíl Zóschenko, fueron expulsados de la Unión de Escritores Soviéticos. Y, por tanto, se prohibió la publicación de sus obras.

Anna Ajmátova 




En 1962, la poeta fue candidata al Premio Nobel de Literatura y, aunque no lo consiguió, su obra le valió el Premio Internacional de Poesía, así como el nombramiento de doctora honoris causa por la Universidad de Oxford. En 1966, se publicó en Moscú El correr del tiempo (1909-1965), un recopilatorio incompleto y censurado de su obra. Dos años después, Anna murió de un infarto en un sanatorio a las afueras de Moscú.

Su obra siguió estando censurada en Rusia hasta 1990. Actualmente, San Petersburgo cuenta con un museo dedicado a la poeta, y Rusia con cuatro monumentos a su figura, uno de ellos frente a la prisión Kresty, donde su hijo, amigos y conocidos estuvieron presos como así ella quiso y manifestó en el epílogo de Réquiem


Y si en este país en un cierto momento
tienen la idea de hacerme un monumento, 
acepto que este homenaje me advoquen, 
pero solo a condición que lo coloquen

no junto al mar donde vine a nacer:
los últimos lazos con el mar desgarré, 

ni en el parque junto al tronco venerable,
donde me busca la sombra inconsolable, 

sino aquí ante las puertas donde estuvieron
mis pies trescientas obras y no me abrieron

Monumento homenaje a Anna Ajmátova en San Petersburgo




El poeta Joseph Brodsky dedicó un poema a la escritora en su centenario, quien dijo de ella: “Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro, morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar, durante medio siglo la ha dibujado, pintado, esculpido en yeso y mármol, fotografiado un sinnúmero de personas, empezando por Modigliani. Los versos dedicados a ella formarían más volúmenes que su obra entera.



Una página, una llama,

un grano y la piedra del molino;

el filo de la navaja

y el cabello que, ella cercena:


Dios lo conserva todo;

y antes que nada, las palabras

de amor y de perdón,

como de su propia voz vinieran.

En ellas late el pulso entrecortado,

los huesos truenan, golpea la pala del enterrador.

Puesto que la vida es una,

las palabras suenan, llanas y pausadas,

de los labios mortales

más nítidas que si llegaran

desde la bruma supraterrenal.


Alma excelsa: por ser tú quien las dijiste,

me inclino ante ti a través de los mares;

ante ti y ante tu parte perecedera

que descansa en la tierra natal,

la que pudo, gracias a ti,

recobrar el don de la palabra

en un mundo de sordomudos.



Un siglo después, y en el aniversario de su muerte, la lucha de Anna Ajmátova y su crónicas del horror vivido trasformadas en versos siguen resonando más que nunca. Su Réquiem: poema sin héroe cobra sentido en la actualidad. Su Canción del último encuentro, donde uno de sus versos comienza con ¡En mi corazón la tristeza es tanta!, pone voz a todos los que sentimos que el terror se está repitiendo.



Vi cómo los rostros se ajan fácilmente,

cómo bajo los párpados el miedo brilla,

cómo –escritura acuñada- duramente

el sufrimiento se inscribe en las mejillas.


(…)

Para mí misma solo no reza mi voz,

sino por las que allí vieron mis ojos,

en el tórrido julio y en el frío feroz,

juntas conmigo bajo el ciego muro rojo.


(…)

A todas por sus nombres quisiera evocar,

la lista me arrancaron y ahora dónde buscar.

He aquí una gran manrta para ellas tejida

de pobres palabras de ellas oídas.

De ellas me acuerdo siempre y por doquier,

ni en las nuevas desgracias olvidaré,

y si me amordazan la boca de tormento atrita,

por la quien un pueblo de cien millones grita,

que sea posible que ellas en su pensar me eleven,

en la víspera del día que a la tierra me lleven.
Antología 'He leído que no mueren las almas'


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