sábado, 5 de marzo de 2022

Anna Ajmátova: poesía y dolor ante la guerra

El mundo está triste, desolado y atemorizado. Después de una pandemia -que sigue conviviendo con nosotros- y numerosas catástrofes naturales, nos vemos sumidos en uno de los mayores desastres evitables: una guerra. Y nos vemos sumidos todos, aunque estemos geográficamente lejos, aunque las bombas no caigan a nuestro lado, aunque las sirenas no nos perturben el sueño, aunque no tengamos que refugiarnos ni huir.

Nos afecta más allá de las pérdidas económicas, de las pérdidas artísticas, de la pérdida humana vista como se vio en las anteriores guerras, como “mano de obra”; de la diplomacia, de las relaciones, de partidos de fútbol y festivales de Eurovisión. Nos afecta como personas, como odio, como dolor, como pérdida irreparable, como terror, como desconfianza en la humanidad. Nos afecta como afectó a tantas y tantas personas que vivieron una guerra de cerca en cualquiera de los siglos pasados. Y que algunas nos regalaron su testimonio. Un testimonio que remueve por dentro, que te hace ser consciente de ese dolor, de ese sufrimiento, de esa incertidumbre ante un futuro que, quizá, no llegarían a ver nunca ni ellos ni sus familiares. Unos testimonios que llegan a todos, menos a quienes realmente tendrían que llegar. Los que pasan por alto el sufrimiento ajeno.



Anna Ajmátova, poeta


Desde hace unos años, tenemos el inmenso placer de contar con las obras traducidas al castellano de la poeta ucraniana Anna Ajmátova (1889-1966)- pseudónimo de Ana Andreievna Gorenko-, hija de una familia noble de origen tártaro. Comenzó a escribir poesía con once años, y como su padre no quería ver su apellido impreso en ninguno de los versos de su hija, Anna adoptó el apellido de su bisabuela y utilizó “Ajmátova” como pseudónimo. Estudió derecho, literatura y latín, y con veintitrés años publicó su primer libro de poemas, La tarde

Ajmátova vivió de cerca la revolución rusa y el terror Stalinista. Su primer marido, el también poeta, Nikolai Gumilev, fue acusado de actividades contrarrevolucionarias y fue fusilado. Muchos de sus amigos poetas fueron enviados a gulags, y Ajmátova vio cómo la mayoría de sus familiares y seres queridos morían, eran enviados al exilio o eran encarcelados. Uno de ellos, su único hijo, Lev. Después de años de sañalamiento por el régimen, fue encarcelado en 1938 acusado de terrorismo. Durante diecisiete largos meses, Ajmátiva hizo fila todas las mañanas ante la cárcel de Liningrado para saber si su hijo seguía con vida. 



Ajmátova y su hijo Lev


De este terrorífico acontecimiento, Anna escribió un duro y precioso poemario titulado Réquiem, que publicó en 1963, año en el que también le fue concedido el Premio Internacional de Literatura. En el prólogo, Ajmátova escribió: 

En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Liningrado. Una ves alguien me "reconoció". Entonces, una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):


- ¿Y usted puede describir esto?

Y yo dije:

- Puedo.

Entonces, algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro


 Y lo hizo. Vaya si lo hizo. 


(…)

Esto fue cuando el que muerto estaba

solo sonreía, de su paz alegrado.

E inútil, colgante, columpiaba

junto a sus prisioneros Leningrado.



Y cuando de tormento enloquecido

el condenado al regimiento marchaba,

y una corta cantinela de despido

el silbido de los trenes cantaba.



Las estrellas de la muerte constantes,

Rusia inocente de dolores repleta

Debajo de aquellas botas sangrantes

y las ruedas de las negras furgonetas.



Al alba te llevaron,

como a un entierro tras de ti mi salida,

en la oscura alcoba los niños lloraron,

ante el santo quedaba la vela derretida.



En tus labios el frío de un icono.

Sudor de muerte en la frente no olvido.

Como las mujeres de Streliezki pregono

Bajo las torres del Kremlin mi alarido.



(…)

Diecisiete meses grito,

a la casa te reclamo,

al verdugo ayer suplico,

por ti mi hijo y mi espanto.

Todo se enreda sin nombre

ya no sé diferenciar

quién es la bestia o el hombre,

si la ejecución he de esperar.

Solo flores polvorientas,

incensario, tintineo, huellas

a cualquier y a ninguna parte.

Ajmátova y Punin
El canto al desamor, al paso del tiempo, al sufrimiento y al terror, acompañado de pérdida, muerte y desolación, -temáticas recurrentes en sus poemas-, tenían una razón de ser. Al fusilamiento de su primer marido y al encarcelamiento de su hijo, se uniría la pérdida de su último marido, el historiador Nikolái Punin, quien murió de agotamiento en un campo de concentración.





Por temor a que fusilaran a su hijo, a quien habían deportado a Siberia, Ajmátova quemó todas sus cartas y escritos personales. Sus poemas fueron prohibidos, fue acusada de traición y deportada. Tiempo después, su hijo Lev fue liberado y pudo regresar con él a Leningrado, que se encontraba devastada tras la invasión nazi.

Durante ese tiempo, Ajmátova se ganó la vida traduciendo al poeta y filósofo italiano Giacomo Leopardi, y publicando ensayos en periódicos escolares, pero el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética aprobó una resolución en la que se criticaba la labor de una de las revistas en las que Ajmátova escribía y ella misma fue calificada como “una representante del pantano literario reaccionario apolítico”, por lo que, tanto ella como el también escritor Mijaíl Zóschenko, fueron expulsados de la Unión de Escritores Soviéticos. Y, por tanto, se prohibió la publicación de sus obras.

Anna Ajmátova 




En 1962, la poeta fue candidata al Premio Nobel de Literatura y, aunque no lo consiguió, su obra le valió el Premio Internacional de Poesía, así como el nombramiento de doctora honoris causa por la Universidad de Oxford. En 1966, se publicó en Moscú El correr del tiempo (1909-1965), un recopilatorio incompleto y censurado de su obra. Dos años después, Anna murió de un infarto en un sanatorio a las afueras de Moscú.

Su obra siguió estando censurada en Rusia hasta 1990. Actualmente, San Petersburgo cuenta con un museo dedicado a la poeta, y Rusia con cuatro monumentos a su figura, uno de ellos frente a la prisión Kresty, donde su hijo, amigos y conocidos estuvieron presos como así ella quiso y manifestó en el epílogo de Réquiem


Y si en este país en un cierto momento
tienen la idea de hacerme un monumento, 
acepto que este homenaje me advoquen, 
pero solo a condición que lo coloquen

no junto al mar donde vine a nacer:
los últimos lazos con el mar desgarré, 

ni en el parque junto al tronco venerable,
donde me busca la sombra inconsolable, 

sino aquí ante las puertas donde estuvieron
mis pies trescientas obras y no me abrieron

Monumento homenaje a Anna Ajmátova en San Petersburgo




El poeta Joseph Brodsky dedicó un poema a la escritora en su centenario, quien dijo de ella: “Su sola mirada te cortaba el aliento. Alta, de pelo oscuro, morena, esbelta y ágil, con los ojos verdosos de un tigre polar, durante medio siglo la ha dibujado, pintado, esculpido en yeso y mármol, fotografiado un sinnúmero de personas, empezando por Modigliani. Los versos dedicados a ella formarían más volúmenes que su obra entera.



Una página, una llama,

un grano y la piedra del molino;

el filo de la navaja

y el cabello que, ella cercena:


Dios lo conserva todo;

y antes que nada, las palabras

de amor y de perdón,

como de su propia voz vinieran.

En ellas late el pulso entrecortado,

los huesos truenan, golpea la pala del enterrador.

Puesto que la vida es una,

las palabras suenan, llanas y pausadas,

de los labios mortales

más nítidas que si llegaran

desde la bruma supraterrenal.


Alma excelsa: por ser tú quien las dijiste,

me inclino ante ti a través de los mares;

ante ti y ante tu parte perecedera

que descansa en la tierra natal,

la que pudo, gracias a ti,

recobrar el don de la palabra

en un mundo de sordomudos.



Un siglo después, y en el aniversario de su muerte, la lucha de Anna Ajmátova y su crónicas del horror vivido trasformadas en versos siguen resonando más que nunca. Su Réquiem: poema sin héroe cobra sentido en la actualidad. Su Canción del último encuentro, donde uno de sus versos comienza con ¡En mi corazón la tristeza es tanta!, pone voz a todos los que sentimos que el terror se está repitiendo.



Vi cómo los rostros se ajan fácilmente,

cómo bajo los párpados el miedo brilla,

cómo –escritura acuñada- duramente

el sufrimiento se inscribe en las mejillas.


(…)

Para mí misma solo no reza mi voz,

sino por las que allí vieron mis ojos,

en el tórrido julio y en el frío feroz,

juntas conmigo bajo el ciego muro rojo.


(…)

A todas por sus nombres quisiera evocar,

la lista me arrancaron y ahora dónde buscar.

He aquí una gran manrta para ellas tejida

de pobres palabras de ellas oídas.

De ellas me acuerdo siempre y por doquier,

ni en las nuevas desgracias olvidaré,

y si me amordazan la boca de tormento atrita,

por la quien un pueblo de cien millones grita,

que sea posible que ellas en su pensar me eleven,

en la víspera del día que a la tierra me lleven.
Antología 'He leído que no mueren las almas'


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