martes, 23 de febrero de 2021

John Keats y el amor como salvación


«Es imposible que te imagines de una manera cabal cómo me duele estar alejado de ti. Dejaría morir mucho de lo más me gusta en este mundo para poder pasar una hora contigo. Pero, ya te digo, no puedes concebir mi situación, es imposible que te mires a ti misma con los ojos con los que yo te miro. No puede ser. Sería casi obsceno. Perdóname que me divirtiese la noche pasada, he estado trabajando en un poema muy abstracto, que me consume, y estoy profundamente enamorado de ti, no negarás que son dos poderosos atenuantes. Cada día sufro por no haberte conocido a una edad y en unas condiciones que me hayan permitido casarme contigo de inmediato. (…) Me resulta casi ofensivo que le dijeras que me admirabas y que le hablases de mi supuesto buen aspecto. No puedo creer que haya en mi aspecto nada admirable, y si así te lo parece, solo puedo atribuirlo a la buena voluntad con la que me miras. Insisto:, no merezco que me admiren, sencillamente porque no hay nada admirable en mí. Tú sí que eres admirable; te amo, es lo único bueno que descubro en mí: la capacidad de reconocer tu belleza. Pero no creas que soy uno de esos hombres cuya felicidad depende de cómo se arreglen las cejas sus mujeres, el aspecto de una persona no es nada si no encuentro en su corazón las llamas que habitan en el tuyo, un fuego donde mi amor pueda arder.

(…) Paso muchas horas solo, es cierto, pero tengo dos lujos sobre los que meditar durante mis paseos: tu amabilidad y esa hora de la muerte en la que dejaré atrás mi enfermedad. Oh, sí, el mundo es demasiado grande para recorrerlo con estas alas heridas por la enfermedad. Ojalá tus labios fuesen capaces de segregar un dulce veneno para expulsarme de él, pero no temas, ahora mismo solo admito morir a causa del jugo que tú me suministres.»

 

John Keats se había enamorado de Fanny Brawn, a quien había conocido en Hampstead, pues ambos eran vecinos. Su amigo y escritor Charles Brown le había invitado a compartir su casa en Wentworth Place. En la actualidad, allí se encuentra la Keats House Hampstead, la casa museo del poeta. Brawn era la mayor de tres hermanos, una joven “bajita, de ojos azules, de una belleza poco convencional, y muy apegada a su madre, con quien compartía el gusto por los vestidos, los sombreros parisinos y las cintas de pelo de color azul, a juego con sus ojos”. Keats había perdido recientemente a su madre y a su joven hermano Tom, quienes habían muerto de tuberculosis.


Keats House Hampstead en Londres

Conocida, entre otros nombres, como Gran Plaga Blanca, la muerte por esta enfermedad era inevitable. En el siglo XIX, la tuberculosis se consideró una enfermedad “romántica”, refiriéndose a ella incluso como "la enfermedad elegante". Las mujeres consumían grandes cantidades de vinagre y agua con el objetivo padecer anemias hemolíticas, que destruyeran los glóbulos rojos de la sangre y volvieran la piel blanca y pálida. También se mitificó a la tuberculosis y se dijo de ella que provocaba altos picos de imaginación y agudizaba la creatividad, sobre todo en las últimas fases de la enfermedad y cuando más próxima estaba la muerte. Esta última afirmación podría aplicarse al caso de Keats- y también de otros poetas y escritores románticos-, pues el joven escribió sus mejores obras- Oda auna urna griega, Oda a un ruiseñor y Oda a Psique, además de un libro de poemas-, durante el transcurso de su enfermedad y un año antes de morir, a pesar de que le habían recomendado no leer ni escribir poesía en su estado.

Retratos de John Keats y Fanny Brawn


El amor entre Fanny y John era imposible. En un siglo preocupado por la ostentosidad, por los bailes de la alta burguesía, por la apariencia, por los vestidos, por la familia, por el honor y el prestigio… ¿Qué podía ofrecer a la joven y bella Fanny un pobre poeta sin trabajo, sin reconocimiento y sin salud que compartía un pequeño piso con otro escritor? ¿Iba a permitir su familia que la mayor de las hermanas se casase con un muchacho sin futuro y sin dinero? Keats era plenamente consciente de ello, y así se lo hacía saber en las cartas que enviaba a Fanny.

«Mis recursos económicos atraviesan por una situación deplorable, hace tiempo que me preocupan, apenas gasto pero mis deudas no dejan de incrementarse. Toda mi vida he pensado muy poco en estos asuntos, como si el dinero se moviese en una dimensión ajena a mí. Mi comportamiento prueba que estoy tan por encima de los intereses crematísticos como el sol está por encima de la tierra.»

 

Del amor de Byron dicen que fue pasional y dirigido a numerosas mujeres, y de Keats que era idealizado y hacia una única persona. Keats amaba por encima de todas las cosas a su “dulce y querida” Fanny, como se dirigía a ella en el inicio de todas las cartas.

«Querida Fanny, la persona más dulce. ¿Temes en ocasiones que no te ame tanto como deseas y mereces? Mi querida niña, te amor a todas horas y sin la menor reserva, no me guardo ni una esquina libre de ti. Cuanto más he llegado a conocerte, más he profundizado mi amor, que ha sabido creer en direcciones distintas. En mis mejores momentos te prometo que me habría dejado matar por ti. Pero también te he complicado la vida demasiado. Claro que siempre ha sido por amor. ¿Podré remediarlo? Siempre te renuevas, Fanny, siempre estás mejorando. El último de los besos siempre ha sido el más dulce, la última sonrisa la más brillante, el último gesto el más elegante de todos con los que me honraste. Cuando ayer cruzaste por debajo de mi ventana, mi ánimo se llenó de tanto asombro como si te viese por primera vez. Con frecuencia recuerdo aquella queja que me hiciste a media voz de que yo solo te amaba por tu belleza. ¿Acaso no hay nada en ti que sea tan digno de amar como tu belleza? ¿No ves cómo valoro ese corazón tuyo, alado, que parece formado para encerrarse en una cárcel con el mío?» 

El amor entre ambos era imposible, y como imposible, terminó en una gran tragedia romántica: Keats tenía tuberculosis. Tras haber vivido de cerca la enfermedad de su hermano Tom y su posterior muerte, ambos sabían que su futuro no era nada prometedor. Todos a su alrededor conocían el funesto destino del poeta, y ese supuesto amor idealizado se convirtió en el amor como salvación.

«La noche que enfermé fue terrible, me subió una oleada de sangre tan espesa a la garganta que casi me asfixio. Te aseguro que me dominó el sentimiento de que era imposible sobrevivir a ese ataque, y desde ese momento solo pude pensar en ti. Cuando le dije a Brown: «Esto es horrible», estaba pensando en ti, en nuestro futuro. Reconozco que desde entonces, durante estos dos o tres días en los que me convencí de que podía seguir viviendo, otros asuntos han penetrado en mi cabeza, pero ante la muerte solo existías tú.»

«(…) Todos los indicios, y también las apariencias, apuntan a que llevo separado de ti justo el tiempo que puedo soportar sin enfermar. No tengo ni idea de cómo voy a sobrellevar la situación si pese a todo se prolonga, pero imagino que tu ausencia se convertirá en algo tan horrible como está a punto de convertirse el clima».

Esta salvación se convirtió en casi una obsesión para Keats, en algo casi enfermizo, que derivó en exigencias hacia Fanny y en un control excesivo sobre la joven.

«(…) Te voy a pedir algo: no permitas que te lleven a la ciudad, puede que encontremos otro desenlace para nuestro compromiso que sea la separación. Sea como sea, preferiría que no vengas mañana a visitarme, pero no dejes de escribirme un billete deseándome ‘buenas noches’ ».

«(…) ¡Has ido a la ciudad sola! Cuando me enteré, me estremecí y me angustié, aunque de alguna manera lo esperaba, me había visitado el mal presagio. Prométeme que no volverás a ir a la ciudad hasta que mi salud mejore, prométeme al menos que no volverás a ir durante bastante tiempo. Promételo y luego llena una carta hasta los bordes con las palabras más atractivas, con las palabras que prefiero. Si tu voluntad se opone, hazlo por amor, reconoce al menos que tu corazón se ha acelerado y buscas integrarte en el mundo de una manera más plena de la que yo pueda proporcionarte.»

«(…) Si no puedes quedarte en casa, si no te basta conmigo, dime al menos con claridad qué más necesitas para ser feliz. Saberlo me sosegará, pues escular con ello me atormenta. Ahora bien, puedes exclamar: ‘¡Qué egoísta, qué cruel, no me permite disfrutar de mi juventud, ata su infelicidad a la mía!’. Pero no es eso, lo que hago es encaminarte a la felicidad; si me amaras de verdad, te contentarías con mi amor. Si lo que te hace feliz es deambular sola por una fiesta, sonreír delante de otros, esperar que te admiren… entonces no merece la pena engañarse más: ni me amas ni me amarás nunca. (…) No puedo soportar la depredación de la moda, la estupidez del coqueteo y la vacuidad de las fiestas. Debes ser mía y pertenecerme hasta la muere sin me amas».

La desesperación y angustia ante su enfermedad hacía que volcase toda la responsabilidad en la joven, queriendo a toda costa que ella sintiese en todos y cada uno de los momentos del día el sufrimiento y el dolor que estaba padeciendo el poeta.

«Ayer escribí esta carta para ti convencido de que en algún momento vería a tu madre y que ella te la podría entregar. He decidido ser lo bastante egoísta como para enviártela e imponerte su lectura, por mucho que sepa que puede suscitarse algún sufrimiento, pero es que necesito que veas la infelicidad que me provoca el amor que siento por ti. Y me esfuerzo tanto como puedo para que renuncies a cualquier cosa que se aloje en tu corazón. Mi existencia entera depende de ti, esa es mi única perspectiva. Si te tuviese aquí, te miraría continuamente, y no podrías dar un paseo o mover un párpado sin sentir cómo se altera mi alma. Te codicio. No quiero que pienses en nada ni en nadie que no sea yo. Así que imagina cómo me sienta que pretendas vivir como si no existiera. No me olvides. Claro que, ¿con qué derecho y con qué pruebas me atrevo a decir qye me has olvidado? (…) ¿Tengo derecho a pedirte que seas infeliz para mí? (…)»

 

A pesar de que Keats mantenía alguna esperanza en su curación, tal y como reflejaba en las cartas, la enfermedad era implacable y avanzaba a gran velocidad. Por prescripción médica, debía abandonar el clima húmedo de Londres y trasladarse a la cálida Italia, lo que suponía un gran distanciamiento con Fanny. Es fue una de las últimas cartas que le envió a su amada- si no la última- en agosto de 1820:

«Mi querida niña.

Ojalá pudieras inventar alguna manera de hacerme feliz sin ti. Cada hora que pasa concentro más y más mi pensamiento en ti. El resto de cosas que me ofrece la vida saben a paja en mi boca. Ahora mismo me siento prácticamente incapaz de ir a Italia. No puedo separarme de ti, es un hecho, como también sé que no voy a poder saborear un solo minuto que no esté integrado en una vida pensada para pasarla juntos, para siempre. Pero no voy a seguir insistiendo. Eres una persona sana, y una persona sana nunca tendrá una idea cabal de los nervios que torturan a un carácter como el mío, sometido a estas circunstancias. ¿A qué isla me has dicho que se proponen retirarse tus amigos? Debería sentirme feliz de que puedas permitirte ese viaje que tanto anhelabas, pero al irte tú en compañía de otros, mi mente no deja de suministrarme objeciones. Los celos y sus trasfondos se han apoderado del escenario y trasforman la anticipación de tus alegrías y diversiones en una perspectiva insoportable. Detesto esta sociedad. Los dos últimos años le saben a bronce a mi paladar. Si no logro vivir contigo, me las arreglaré para vivir solo. Tampoco creo que mi salud mejore mientras me obliguen a estar separado de to. Y aun así me resisto a visitarte: imago que disfrutar de los destellos de tu luz me arrojará a una tiniebla más cruel. Vivo en la miseria, pero soy menos infeliz que si te hubiese visto ayer. ¡Es imposible ser feliz amándote! ¡Solo será feliz amándote quien disfrute de una estrella más afortunada que la mía! Y quién sabe, quizás nunca lo sea nadie.

Adjunto un pasaje de tus cartas que me gustaría que alterases un poco antes de llevármelo conmigo a Italia. Me gustaría (si logro convencerte) que expreses lo mismo de una manera menos fría para mí. Si mi salud soportase el trance de la escritura, me gustaría componer un poema sobre cómo se atraviesa una situación como la mía. Le demostraría al mundo que mi amor y mi libertad son tan grandes como la tuya. Shakespeare siempre condensa los asuntos humanos de manera suprema. Mi corazón está ahogado de la misma miseria emocional que el de Hamlet cuando le dice a Ofelia: «¡Vete a un convento!». Me gustaría morir. Me deprime la existencia de ese mundo brutal por el que te paseas sonriente. Y todavía odio más a los hombres y a las mujeres. Cuando imagino el invierno que me espera en Italia solo veo espinas; en tanto la distancia me retenga lejos, Brown tendrá el camino libre para acercarse a ti y tentarte con sus indecencias. No sé cómo voy a descansar. Supongamos que me instalo en Roma; la única perspectiva que me ofrece algún reposo es que me concedan un espejo mágico con el que saber dónde y con quién se mueve tu corazón a todas horas. Ojalá alguien o algo insufle a mi ánimo un poco de confianza en la humanidad. No puedo reunir ninguna clase de esperanza, el mundo es demasiado brutal para mí solo me alegra la existencia de algo tan inequívoco como una tumba. Sé que no voy a conocer el menor descanso hasta que me sumerja en una. De todos modos, me impondré el alivio de que jamás volveré a ver a Dilke, ni a Brown ni a ningún otro de tus amigos. Ojalá estuviera abrazado a la fe de tu cuerpo, y si no puede ser, ojalá mañana me destruya un rayo».

 

Keats falleció en Roma el 23 de febrero de 1821 a la edad de 25 años, creyendo que nunca había sido buen poeta y que había fracasado en todo, incluso en el amor. La noticia de su muerte llegó a Hampestead de la mano de su amigo Brown, quien había recibido una carta desde Italia escrita por Joseph Severn, amigo y acompañante de Keats en sus últimos días. El triste final cayó como una losa sobre Fanny. Parte de la carta proveniente de Italia decía así:

«Viernes, 23 de febrero. A las 16:00 horas de la tarde, Keats me llamó: «Severn, Severn, enderézame, me estoy muriendo. Moriré enseguida. No tengas miedo. Gracias a Dios, ya ha llegado». En cierto momento, todo su cuerpo se cubrió de un sudor frío y susurró: «No me eches el aliento, pereceré hielo». Keats falleció sin ruido (…)».

Los restos de Keats descansan junto con los de su amigo, el pintor Joseph Severn, en el Cementerio Protestante de Roma, donde también se encuentran las cenizas de Shelley.  En su epitafio se puede leer: «Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en agua». Keats se había autoconvencido de que no había dejado huella alguna en la literatura, pero murió sin saber que se convertiría en uno de los poetas románticos más importantes.


Tumba de Keats en el Cementerio Protestante de Roma


Ocho años después del fallecimiento de Keats, su gran amigo, Charles Brown, pidió permiso a Fanny para escribir una biografía sobre el poeta. Ella aceptó, con la condición de que se mantuviera su anonimato y nadie supiera quién era la joven con la que había tenido una relación. La fama de Keats comenzó a volverse internacional, y también el misterio de quién había sido su amor.

Doce años después de la muerte de Keats, Fanny se casó con Louis Lindon, con quien tuvo tres hijos. Tras el también fallecimiento de su marido, los hijos vendieron todas las cartas que Fanny se había enviado con Keats, pero lejos de despertar la curiosidad y admiración de la sociedad, ocurrió todo lo contrario. Al igual que los poemas de Keats en vida, la relación entre ambos tampoco fue comprendida, y no dudaron en referirse a las cartas como emocionales y manipuladoras, ridiculizando el excesivo sentimentalismo del poeta y tachando a Fanny de no ser merecedora de su amor.

El supuesto amor de Fanny a Keats ha sido muy cuestionado, y no fue hasta la publicación de las cartas que ambos se enviaron cuando se reconoció que el amor que Brawne sentía por el poeta era real. Su figura también ha sido muy cuestionada. ¿Era Fanny buena para el poeta o solo le perjudicó en vida? ¿Cuál era el verdadero motivo por el que había guardado las cartas de Keats? ¿Había sido su único amor y quería recordarle como tal, o quería hacer negocio en un futuro?

Es importante señalar que únicamente se conservan las cartas que Keats enviaba a Fanny y no las que escribió la joven, pues se destruyeron a la muerte del poeta. Por tanto, no es posible conocer cuál era el verdadero carácter de Fanny, la intensidad de su amor y las respuestas a sus continuas exigencias y control a los que se vio sometida, más allá de las mencionas de Keats en sus cartas haciendo referencia a algunas de las líneas escritas por la chica. Esta recopilación de cartas se puede disfrutar en El mundo roto de Gonzalo Torné, que recoge los epistolarios románticos de Lord Byron, John Keats y los del matrimonio formado por Mary y Percy Shelley.


El mundo roto de Gonzalo Torné / imagen propia


No podemos acabar este homenaje a Keats sin hacer una mención especial a la película ‘Bright star (2009), que consigue transmitir de una forma maravillosa y especial los últimos años del poeta y su historia de amor con Fanny, con un espectacular Ben Whishaw en el papel de Keats, y la desgarradora actuación de Abbie Cornish como Fanny Brawn.



Escena de 'Bright star' 


Hay demasiadas historias increíbles y no todas ven la luz. La ventaja es que, tanto ellas como sus protagonistas, son inmortales. Es triste que el reconocimiento siempre llegue tarde, pero llega. Siempre llega, porque siempre hay alguien dispuesto a mostrarlo al mundo.


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Larra o la fuerza del sino

 

sábado, 13 de febrero de 2021

Larra o la fuerza del sino

 

Por todos es sabido la tormentosa vida y el trágico final de Mariano José de Larra, uno de los escritores más importantes del siglo XIX. El abandono, la soledad, la depresión, las críticas y el desamor le acompañaron durante sus 27 años de existencia. Y también el destino, -al más puro estilo del Don Álvaro del Duque de Rivas, en cuya historia también cobra importancia la pistola-, contra el que intentó jugar en numerosas ocasiones, y cuyas partidas no salieron bien.

 

 



Por todo es sabido también que casi lo más importante en la vida de Larra fueron sus amoríos, con la salvedad, por su puesto, de su creación literaria. Pero, ¿a quién le interesan sus artículos periodísticos, sabiendo que uno de sus primeros amores y desengaños fue a los 16 años con una mujer que le doblaba la edad y que, además, era la amante de su padre?

 

Retrato de Mariano José de Larra 

Después de ese fracaso casi anunciado, se casó a los 20 años con una señorita a la que definen como “aniñada, superficial, celosa y ridícula”, y como el “gran error sentimental de Larra”. Esa señorita fue Josefina Wetoret, una joven madrileña de clase media con la que tuvo tres hijos, una de ella –Baldomera- no reconocida por su padre. Tras la separación de Josefina, Larra le quitó a sus dos hijos mayores y los envió a vivir con sus padres, dejándole a la pequeña no reconocida


Josefina Wetoret



Pero Larra, presuntuoso, introvertido, controvertido, necesitado de atención y afecto, era infiel. ¿A quién le importa la sátira de sus escritos, sabiendo que, mientras estaba casado con Josefina, mantenía una relación paralela con Dolores Armijo, una joven sevillana, guapa y culta que escribía versos, y que también estaba casada? La Isla de las Tentaciones, ese programa que muestra las deslealtades e infidelidades de parejas aparentemente estables y con el que nos escandalizamos, no descubre nada nuevo. En el programa, les muestran imágenes de las infidelidades con otras parejas, algo que les es ajeno hasta que lo ven en una pantalla.

En ese momento, era de sobra conocido que Larra engañaba a su mujer con Dolores Armijo y si no, ya se encargaban el escritor de hacerlo, pues no tardaba en comentar entre su círculo la pasión que existía entre ambos, algo que a Dolores no le hacía ninguna gracia. A ella le dedicó este poema:


¿No te bastan los rayos de tus ojos;

de tu mejilla la purpúrea rosa;

la planta breve, la cintura airosa,

ni el dulce encanto de tus labios rojos?

 

¿Ni el seno que a Ciprina diera enojos;

ni esa tu esquiva condición de esposa,

que también nuestras armas victoriosa

coges para rendir nuevos despojos?

 

¿O a celebrar de tantos amadores,

ingrata, el fin acerbo te previenes,

que a mano morirán tus rigores?

 

Ya que a tus plantas nuestras almas tienes,

déjanos, lira, celestial… [Dolores]

para cantar siquiera tus desdenes 


Aunque también le dedicó algunos escritos más, que no llegaron a ver la luz porque estaban directamente dirigidos a Dolores:

 

«La más bella entre las bellas, Dolores, la estrella de Sevilla, de negros cabellos, trenzados al desgaire por los dedos del Amor; la andaluza de piececitos hechiceros, de tímidos andares, de senos alabastrinos, de talle esbelto, balanceándose como la flor sobre el tallo ondulante, de miradas de fuego surgió ante mis ojos con todos los encantos de la belleza española; esa belleza morena, imagen y compendio del fuego de su alma»


Pero no todo iba a ser siempre tan secreto, al menos para Josefina, ya que la joven encontraría una carta escrita por Dolores y dirigida a su marido. Primer movimiento del destino, y preludio del trágico final que no estaría excesivamente lejos. Josefina, lejos de guardar silencio ante lo que había visto, procedió a mandársela al marido de Dolores Armijo quien, al enterarse de tal acontecimiento, decidió romper el matrimonio con la joven sevillana. Josefina hizo lo mismo con Larra. El destino le daba una nueva oportunidad, y ambos eran libres para empezar una relación, pero Dolores Armijo, al sentirse abandonada por su marido y al ver que la vida con el escritor no tenía futuro, decidió dar por terminada también esa idílica relación.

 



Retrato de Dolores Armijo

Pero Larra, incansable, infatigable, romántico y completamente obsesionado con Dolores, quiso jugar de nuevo con el destino y, al enterarse de dónde estaba su amada, decidió ir a buscarla. Dolores había tomado la decisión de marcharse de Madrid pues, a ojos de la sociedad, había sido infiel y había recibido el castigo de que su marido la abandonase por haber mantenido una relación paralela con el escritor. Se marchó de la capital y puso rumbo a Badajoz, donde residían algunos familiares. Casualmente, Extremadura, de donde también era la madre de Larra.
A su madre le dedicó unas palabras quien, casualmente también, se llama María de los Dolores: «Querida mamá: A pesar de que no me ha faltado a quien dar los días en Badajoz, mucho me hubiera alegrado de haberla dado a usted un abrazo. Otro año será». Este hecho, probablemente, le hubiese importado poco a su madre, ya que ambos apenas tenían relación, llegándose a decir incluso que María de los Dolores de Castro no quiso jamás a su marido, ni tampoco a su hijo. La intención de Larra era, por supuesto, ver a su amada Dolores y no a su madre, pero Dolores tampoco quiso verle, y continuó su viaje a Portugal. El destino había movido ficha de nuevo, pero Larra también. Al volver de su viaje por Europa, decidió buscar de nuevo a Dolores, y se enteró de que había abandonado Badajoz y se había trasladado a Ávila con su tío. Aunque Larra intentó por todos los medios tener contacto con Dolores, la joven mostró una completa indiferencia hacia el escritor. Dolores Armijo detestaba por completo a Larra, pues había sido el causante de todos sus males. Y, por supuesto, ni se le pasó por la cabeza volver con él, a pesar de la persecución a la que se vio sometida por su parte.

Por todo es sabido también el trágico desenlace de Larra. Nervioso, enamorado e ilusionado recibió a Dolores en su casa el 13 de febrero de 1837, con la esperanza de que ella quisiera retomar la relación tras un año tormentoso. Ella, acompañada de su cuñada, había tomado la decisión de volver con su marido, a quien habían destinado a Manila. ¿Qué iba a hacer en Madrid, en Ávila o en Badajoz? Manila era el lugar perfecto para huir del escritor y para refugiarse de nuevo con su marido. La reunión, lejos de ser idílica, se tornó en violenta, y desembocó en una fuerte discusión entre ambos, motivada quizá por la petición de Dolores a Larra de que le entregase todas las cartas de amor que se habían enviado, con el propósito de borrar todas las pruebas de esa relación adúltera y poder marcharse a Manila lo más libre posible. De aquella reunión queda esta crónica:


«A cosa de las siete y media de la misma (noche) según consta de la declaración de los criados, se presentaron en ella (la casa) dos señoras, una más anciana que otra. La voz pública25 designa a la segunda por doña Dolores Armijo de Cambronero, quienes, después de una conversación acalorada, según los gritos que se percibieron, a cosa de las ocho, a consecuencia de un campanillazo, dio orden Mariano a su criado para que las acompañase; marcharon, cerrando él en seguida con un gran golpe las dos puertas intermedias a su despacho; a pocos momentos, y antes de que regresara aquél (a quien despidieron ellas cerca de Santiago), oyó la criada un ruido confuso, que atribuyó a haber derribado su amo el velador con el juego de café, por ir acompañado del que produce la caída como de vidrios; así se lo manifestó al criado, añadiéndole: «¡Jesús, que de mal humor ha dejado al amo esa visita!» Pero no atreviéndose a entrar sin ser llamados, según sus órdenes, aguardaron a que acabase de cenar la niña, y entró el criado con ella a dar las buenas noches a papá, según costumbre, a quien encontraron cadáver tendido en medio de su despacho. El criado asustado y la niña llorando, salieron despavoridos y se lo dijeron a la criada, avisando en seguida al Ministro de Gracia y justicia, que vivía debajo.»


Larra, tras la marcha de las dos mujeres, y después de ver cómo se desvanecían las pocas ilusiones que le mantenían con vida, se había pegado un tiro en la sien. Fue su hija Adela de 7 años quien vio el cadáver de su padre. Dicen que Larra acariciaba con frecuencia la pistola porque el frío del metal le aliviaba la fiebre.

 


Pistola con la que se suicidó 

 

Su muerte conmovió a toda la sociedad madrileña, y también a numerosos escritores, siendo su entierro uno de los más multitudinarios junto con el de Lope de Vega. El padre de Larra culpó a la madre de su suicidio, acusándola de no haberse ocupado nunca del joven y de no haberle inculcado valores religiosos para que no cometiese tal acto. A la misma le dedicó unas duras palabras: “Tu castigo está en que el día que yo muera te quedarás sin nada”. Y así fue, ya que, tras la muerte del médico, a María Dolores de Castro únicamente le quedaron como herencia algunos enseres de la casa y apenas dos reales de todo el capital que poseía todo su marido.

De entre todos los asistentes, destacó un joven y delgado vallisoletano, José Zorrilla, que dedicó un poema a su ídolo trágicamente fallecido y a quien, de nuevo el destino, le llevaría a convertirse en el máximo exponente y presentante de la poesía romántica.

Ese vago clamor que rasga el viento

Es la voz funeral de una campana:

Vano remedo del postrer lamento

De un cadáver sombrío y macilento

Que en sucio polvo dormirá mañana.

Acabó su misión sobre la tierra,

Y dejó su existencia carcomida,

Como una virgen al placer perdida

Cuelga el profano velo en el altar.

Miró en el tiempo el porvenir vacío,

Vacío ya de ensueños y de gloria,

¡Y se entregó a ese sueño sin memoria,

Que nos lleva a otro mundo a despertar!

Era una flor que marchitó el estío,

Era una fuente que agotó el verano;

Ya no se siente su murmullo vano,

Ya está quemado el tallo de la flor.

Todavía su aroma se percibe,

Y ese verde color de la llanura,

Ese manto de yerba y de frescura,

Hijos son del arroyo creador.

Que el poeta en su misión,

Sobre la tierra que habita

Es una planta maldita

Con frutos de bendición.

Duerme en paz en la tumba solitaria

Donde no llegue a tu cegado oído

Más que la triste y funeral plegaria

Que otro poeta cantará por ti.

Ésta será una ofrenda de cariño

Más grata, sí, que la oración de un hombre,

Para como la lágrima de un niño,

¡Memoria del poeta que perdí!

Si existe un remoto cielo

De los poetas mansión,

Y sólo le queda al suelo

Ese retrato de hielo,

Fetidez y corrupción,

¡Digno presente, por cierto,

Se deja a la amarga vida!

¡Abandonar un desierto

Y darlo a la despedida

La fea prenda de un muerto!

Poeta, si en el no ser

Hay un recuerdo de ayer,

Una vida como aquí

Detrás de ese firmamento...

Conságrame un pensamiento

Como el que tengo de ti.





Placa situada en la calle Fernández de los Ríos



Pero el destino volvería a mover ficha, y esta vez la decisiva para ganar la partida. Tras la muerte del escritor, Dolores Armijo decidió marcharse a Manila con su marido, tal y como había planeado, sin saber lo que le depararía ese viaje. El barco mercante en el que viajaba no llegó nunca a su destino, pues acabó hundiéndose en la costa de Buena Esperanza. No hubo supervivientes.

Había sido el final de Larra, pero también el de Dolores. ¿Realmente era el destino de ambos estar juntos? ¿Los dos tenían que morir para poner fin a la relación? ¿Larra murió verdaderamente por el dolor de ese amor no correspondido? ¿Qué hubiera pasado si ella no se hubiese marchado? ¿Era amor lo que Larra sentía por Dolores Armijo? ¿Y ella amaba al escritor?

Hay diversas opiniones respecto a ello. Algunos dicen que Dolores Armijo nunca estuvo enamorada del escritor y que, debido al aburrimiento que le producía su matrimonio, encontraba la diversión en Larra, a quien veía únicamente como un capricho. Otros dicen que Larra estaba realmente obsesionado con Dolores, a quien veía como su salvación y el único amor que había sido correspondido, pues no hay que olvidar que había tenido dos desengaños amorosos siendo muy joven, y que se había casado con Josefina sin amor de por medio.

En cuanto a si murió por amor, ese pensamiento también es discutible. Los estudiosos de la figura de Larra aseguran que el escritor siempre tuvo un carácter atormentado, depresivo, reflexivo e introvertido, quizá a causa de su difícil infancia y esa carencia afectiva por parte de sus padres y, en especial, de su madre. Su búsqueda del amor a cualquier precio, las numerosas críticas que recibía por parte de una sociedad a la que sentía no pertenecer, el sentimiento de incomprendido incluso dentro de la literatura y su continua lucha contra el destino se convirtió en una mezcla explosiva dentro de una cabeza llena de inteligencia, rebeldía y frustración, que acabó derivando en una enorme depresión que le hacía deambular por las frías calles de Madrid en los meses previos a su suicidio. Ni Larra comprendía el mundo, ni el mundo le comprendía a él. El abandono por parte de Dolores solamente fue un aliciente más que sumar a la lista de motivos por los que no se sentía con fuerzas de seguir en esta vida. Y, de hecho, no lo hizo.

Dicen que, por presiones del gobierno liberal, la Iglesia aceptó que Larra fuese enterrado en un lugar sagrado, pues los suicidas, ateos y excomulgados eran enterrados fuera de los recintos cristianos. Sus restos descansan en un desconocido, romántico y monumental cementerio madrileño: el Cementerio de San Justo, junto con otras importantes figuras de la literatura como el también romántico José de Espronceda, el filólogo Menéndez Pidal, el músico Federico Chueca, o actores de la talla de José Luis Ozores o Sara Montiel


Tumba de Larra en el Cementerio de San Justo


«Cuando en un día de esos en que un insomnio prolongado o un contratiempo de la víspera preparan al hombre a la meditación, me paro a considerar el destino del mundo; cuando me veo rodando dentro de él con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie para qué, ni adónde; cuando veo nacer a todos para morir, y morir sólo por haber nacido», escribió su artículo, La vida de Madrid.


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