Tal día como hoy, en 1860, nace el escritor ruso, Antón Chéjov, uno de los más grandes maestros del relato corto y, como dijo el crítico estadounidense, Harold Blood, «el más sutil psicólogo dramático que ha existido desde Shakespeare».
Médico,
escritor y dramaturgo, Chéjov dominó como nadie el realismo psicológico, -un
estilo narrativo que se caracteriza por la profundidad que hace el narrador en
el interior de los personajes, sus pensamientos y los motivos que les llevan a
realizar determinadas acciones-, al igual que los también escritores del
realismo ruso Fiódor Dostoyevski y León Tolstói.
Comenzó escribiendo relatos cortos y humorísticos sobre la situación de su Rusia natal bajo el pseudónimo de “Ansha Chejonte” con el fin de ayudar económicamente a sus padres: una mujer cuentacuentos y un padre mercante de telas. Compaginó su carrera de Medicina con su otra gran pasión, la literatura, mediante la creación de relatos, igualándose con referentes de la talla de Guy de Maupassant, Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges, entre otros.
Antón Chéjov |
Aunque
escribió una gran cantidad de obras, sin duda fue un auténtico maestro de los
cuentos cortos, y en su inmensa colección se pueden encontrar cerca de 600
cuentos cortos, 240 sin editar en español, además de cuentos inéditos e
inacabados. Escribió alrededor de catorce obras de teatro, aunque las más
reconocidas son Tío Vania (1897), Las Tres Hermanas (1901) y El Jardín de los
Cerezos (1904). Estrenó también la obra La Gaviota (1887), que no tuvo buena acogida
por parte del público en un primer momento.
La
vida cotidiana, los temas morales y la situación política que se vivía en la Rusia
de finales del Siglo XIX son los temas predominantes, así como la libertad, la vida,
la muerte, la infidelidad y el dinero. Chéjov no tiene un estilo definido, sino
que presenta problemas reales (de ahí que pertenezca al Realismo). Tampoco deja claro en ningún momento sobre qué van sus relatos y los mismos no tienen un final sorpresivo, sino que cada
lector interpreta a su manera lo que quiere decir la historia que cuenta. Las
emociones no son inmediatas ni transparentes, sino que Chéjov hace que
desborden a los personajes, sin distinción de clase social. Esperan con
incertidumbre su destino y manifiestan sentimientos como decepción, fracaso,
redención, ansia de libertad, pasiones y un sinfín de emociones propias de los
seres humanos que se podrán percibir a simple vista en la lectura de cualquiera
de sus cuentos.
Entre sus múltiples obras y cuentos, La tristeza siempre ha sido mi favorito, y me ha acompañado todos los días desde el primer instante en el que lo leí. Este
relato refleja la realidad social por la que tanto se preocupa Chéjov, y la
presenta como fría, despreocupada, que se mueve únicamente por su propio
interés y que no es capaz de ponerse en la situación del otro, ni siquiera de
escuchar sus problemas, hasta tal punto que el protagonista acaba contando sus
penas a su caballo. En apenas un día- tiempo en el que se desarrolla toda la acción-,
Chéjov nos transporta a la Rusia de finales del siglo XIX, más concretamente a
las calles nevadas de San Petersburgo, -pues se hace mención a la ciudad de
Viborgskaya-. Allí, se nos cuenta la historia de Yona, un viejo cochero encorvado que
apenas tiene trabajo, y se adentra en la tristeza y soledad que padece tras la reciente
pérdida de su hijo. Durante los distintos viajes que realiza, siente la dura indiferencia
de todos los pasajeros que se suben en su carruaje mientras él trata de contar
la pena por la muerte de su hijo. Ninguno está dispuesto a escucharle. Únicamente
están preocupados por la lentitud del caballo y por llegar a tiempo a sus
respectivos destinos. Tampoco ninguno de ellos se percata de la avanzada edad
del cochero, de su lamentable estado físico ni de su cansancio y agotamiento,
ya no físico, sino emocional. En vez de eso, Yona recibe insultos, gritos y
burlas por parte de algunos de los pasajeros. Cuando el día acaba, la fría
noche le espera en una sucia y vasta habitación compartida con docenas de
cocheros más, que duermen hacinados en bancos e, incluso, en el propio suelo. Allí
también se respira tristeza, pues ninguno de ellos escucha su pena. Chéjov hace
una descripción absolutamente desgarradora del sentimiento de Yona, que es el
fiel reflejo de la sociedad:
«Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón».
Ilustración de La tristeza |
Este relato fue escrito en 1886, pero
podría aplicarse a la actualidad sin perder ni un ápice de sentido, y sin que
fuera necesario adaptarlo a nuestros días. ¿Cuántos minutos dedicamos a
escuchar a otras personas? ¿Cuántas veces somos capaces de ponernos en su
lugar? ¿Cuántas veces hemos antepuesto nuestros propios intereses a los
problemas de los demás? ¿Cuántas veces nos hemos creído los únicos y absolutos
protagonistas? O, ¿cuántas veces nos hemos sentido como Yona cuando, a ojos de
los demás, nuestros asuntos no importaban? ¿Cuántas veces nos han interrumpido
cuando hemos intentado contar algo importante para nosotros? ¿Cuántas veces nos
hemos tenido que guardar esa pena y tristeza?
Escuchamos
constantemente eso de que la sociedad se ha vuelto caótica, que la gente va de
un sitio a otro sin parar, que no hay tiempo, que todo va muy rápido… Pero, al
final, nos convertimos, -a veces sin querer-, en todos los pasajeros que se van
subiendo al carruaje, pendientes de nuestros propios intereses y ajenos a los
problemas de los demás. A veces, sacamos nuestro peor carácter, dedicamos
nuestras peores palabras y terminamos añadiendo más dolor a la otra persona.
Pero, también a veces, acabamos siendo Yona: «Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si
pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero». Nos acabamos
sintiendo incomprendidos, poco escuchados y decidimos guardarnos nuestra pena y
tristeza. Nunca un relato ha tenido mejor título. Lamentablemente, dos siglos
después, esa falta de empatía social es más protagonista que nunca.
La muerte
del escritor ruso también fue dramática, y no estuvo libre de polémica ni de misterio. «Nació pobre y murió joven», se puede
leer por ahí. Lo cierto es que sí. Murió con 44 años. Algunos dicen que estaba
enfermo de tuberculosis y que esa fue la causa de su muerte. También se barajó
la posibilidad de que hubiera sufrido un ataque al corazón pero, después de
varios estudios, un equipo de científicos ha llegado a la conclusión de que el
escritor pudo haber sufrido una hemorragia cerebral debido a la formación de un
trombo a causa de las bacterias de la tuberculosis presentes en su cuerpo.
Dicen
que, justo antes de morir, y acompañado por su esposa, la actriz alemana Olga
Knipper, tomó una copa de champán y le dijo a su mujer: “Ich sterbe” (Me
muero). Cuando la mujer intentó colocarte hielo en el pecho para que le bajase
la fiebre, el escritor se lo impidió, diciendo: «No se pone hielo en un corazón
vacío». Y así, dentro de una vida de contrastes y realismo, murió en una calurosa
noche de julio de 1904.
Antón Chéjov y Olga Knipper |
Sus restos descansan junto con los de su mujer en el cementerio de Novodéichi (Moscú), en una parte conocida como el 'Jardín de los Cerezos', pues en primavera comienzan a florecer alrededor del sepulcro. Lugar que, por cierto, tiene el mismo nombre que una de las obras del escritor. ¿Coincidencia?
Tumba de Chéjov y Knipper en Moscú |
«Las personas que viven solas siempre guardan en el alma alguna cosa que les gustaría contar»- A.Chéjov
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