jueves, 31 de marzo de 2022

¿Qué escondió Sylvia Plath en 'La caja de los deseos'?

Esta es, quizás, una de las obras más desconocidas de Sylvia Plath. Cierto es que no se configura como una obra en sí misma, sino como un recopilatorio de cuentos, ensayos y fragmentos de sus diarios que ella misma escribió. Porque sí, Plath, además de ser una magnífica poeta, también fue una maravillosa escritora de prosa, más allá de La campana de cristal. Plath describía como nadie los momentos que la rodeaban: desde situaciones cotidianas y preocupaciones humanas, a cosas, aparentemente, menos importantes, como a sus vecinos y sus hogares, o las fiestas a las que acudían.

El título de esta antología narrativa se extrae de uno de los relatos que figuran en su interior, La caja de los deseos escrito en 1956. En el mismo, Plath aborda el suicidio a través de su protagonista, Agnes, una mujer con una aparente buena vida y un matrimonio feliz que es incapaz de soñar; en contraposición a su marido, Harold, quien tiene unos sueños tan vívidos que, a veces, está más en ellos que en la propia realidad. Agnes recuerda su infancia como una época feliz, como una caja de los deseos que tenía música. Unos años en los que sí era capaz de soñar. Ahora, casi solo lo conseguían las pastillas.


'La caja de los deseos'- Sylvia Plath / imagen propia



Esa representación de Agnes y Harold tampoco era azar o casualidad. Plath sabía muy bien qué escribía y por qué lo hacía, y en ese relato, bajo unos inocentes y desconocidos Agnes y Harold, se escondían realmente Sylvia Plath y Ted Hughes. Ella era Agnes. Era esa mujer infeliz e incapaz de soñar. Este relato es especialmente revelador, puesto que Plath menciona uno de los sueños de Harold antes de conocer a Agnes:

«En una ocasión, en una época deprimente y con mal horóscopo en la vida de Harold, antes de conocer a Agnes, Harold soñó que un zorro rojo corría por su cocina, gravemente quemado, la piel carbonizada y negra, sangrando por varias heridas. Más tarde, confesó Harold, en un momento más propicio, poco después de casarse con Agnes, el zorro rojo volvió a aparecer, milagrosamente curado, con la piel floreciente, para regalar a Harold un bote de tinta indeleble negra marca Quink. A Harold le gustaban especialmente los sueños de zorros; eran muy recurrentes».

Hughes había soñado con un zorro en llamas. Fue cuando Sylvia y él se conocieron, en el momento en el que él decidió que estudiar Literatura estaba acabando con su creatividad. Entonces, en el sueño, apareció ese zorro en llamas, una metáfora de sus instintos poéticos crudos e inexpertos. El animal entraba en su habitación y dejaba una huella de fuego en el ensayo que tenía sin terminar encima del escritorio. Antes de separarse de Plath, escribió Dificultades de un novio, una obra basada en un sueño en el que un joven atropella a una liebre, la vende a un carnicero y con el dinero que le dan, compra rosas rojas para su amante.

Tal fue la importancia del zorro en la vida de Hughes que, entre sus poemas, se encuentra El zorro que piensa (o El pensamiento zorro) (The Thought-Fox): 

Imagino el bosque de este momento a medianoche:
algo más vive
junto a la soledad del reloj
y de esta página en blanco donde mis dedos se mueven.
Por la ventana no veo estrella alguna:
algo más cercano
aunque más profundo en la negrura
se interna en la soledad:
fría, delicada como la nieve oscura,
la nariz de un zorro toca una rama, una hoja;
dos ojos siguen un movimiento, que ahora
y otra vez ahora, y ahora, y ahora
deja nítidas huellas sobre la nieve
entre los árboles, y con cautela una sombra
lisiada se demora junto al tronco y en la cavidad
de un cuerpo que osa acercarse
hasta los claros, un ojo,
un verdor se extiende, se profundiza,
brillante, concentrado,
inmerso en sus propios asuntos
hasta que, con un súbito, agudo y cálido hedor de zorro,
entra en el oscuro vacío de la cabeza.
La ventana aún sin estrellas; el tictac del reloj,
la página está impresa.


El zorro también aparecería dibujado en la primera edición de los poemas seleccionados que Ted Hughes escribió en 1962 y que dedicó a Sylvia. Este ejemplar fue subastado el año pasado por la hija de ambos, Frieda Hughes, junto con una colección de diversos objetos que pertenecieron a sus padres. Este ejemplar, en concreto, fue vendido por £ 5.250 (5.831 euros)


Primera edición de 'Poemas seleccionados' escrito por Ted Hughes 



En esta colección, también encontramos un relato curioso, Entre los abejorros, que Plath escribió a principio de los años cincuenta. Por todos es sabida la mala relación de Sylvia con su padre, a quien incluso dedicó el duro poema Papi, donde, entre reproches y rencores, comparaba a su progenitor con un nazi. Otto Plath fue biólogo, entomólogo, académico y profesor universitario especializado en las abejas y sus comportamientos. Es por ello que el título de este relato tampoco fue escogido al azar por su autora. En el mismo, Plath se refugia bajo el alter ego de la pequeña Alice Denway, mientras que su hermano conserva el mismo nombre que en la realidad, Warren. Lo curioso de este relato es que la visión de Alice es completamente distinta de la de la Sylvia real, al igual que la maravillosa relación que la pequeña mantiene con su padre en el relato. Plath escribió, quizá, la relación idílica que siempre quiso tener con su padre, donde ella era la hija preferida; a quien su padre, al volver de la gran ciudad de dar clase, le traía pequeños regalos; a quien cogía en brazos, con quien pasaba la mayor parte del tiempo y con quien jugaba en la playa. La hija mayor, la que estaba creciendo frente a sus ojos, en contraposición a su hermano Warren, que aún era casi un bebé que se manchaba al comer y quien dependía de su madre a diario.

Plath, a través de la pequeña Alice, relata cómo, prácticamente de un día para otro, su padre enferma. Cómo viene un médico y le pincha algo que ella desconoce. Cómo su madre le dice: “Pórtate bien, Alice. El médico ha venido a ayudar a papá”, y luego un: “Mejor no mires”, mientras la aguja penetra en el brazo del hombre. Cómo, después de varios días sin salir de esa habitación en penumbra y que olía raro, Alice entra y contempla la “cara demacrada de su padre, del color amarillo de la cera de las abejas”. Y cómo ese pequeño hilo de respiración y el sonido débil del pulso de su corazón alejaban, sin saberlo, a su padre de ella para siempre.

«Esa fue la última vez que Alice Denway vio a su padre. Entonces no sabía que en todo lo que le quedaba de vido no habría nada que anduviese con ella, como él, orgulloso y arrogante entre los abejorros», finaliza Plath el relato.

Otto Plath enfermó cuando Sylvia tenía apenas 3 años, y poco después del nacimiento de su segundo hijo, Warren. Estaba convencido de sufrir un cáncer de pulmón, pero se negó a recibir tratamiento médico. Cinco años después, una infección en el pie reveló que en realidad sufría diabetes avanzada y, aunque le amputaron la pierna, falleció poco tiempo después. Su muerte afectó en gran medida a la escritora. Jamás le perdonó que la hubiera abandonado y le acusó de que su muerte hubiera repercutido en su estado mental, convirtiéndola en el fantasma de “una infame suicida”, como así escribió en el poema Electra en la senda de las azaleas:


El día de tu muerte me sumí en la tierra, 
en el ocurso refugio donde las abejas, 
a rayas oro y negras, aguantan el temporal
como piedras hieráticas y el terreno es firme. 

(...)

Los pétreos actores, en sus puestos, se toman un respiro. 
Traje mi amor como ofrenda y entonces moriste. 
Fue la gangrena lo que te devoró hasta los huesos, 
dijo mi madre. Moriste como cualquier otro hombre. 
¿Cómo podría yo madurar en tal estado mental?
Soy el fantasma de una infame suicida, 
y mi propia navaja azul aún se me oxida en la garganta.
Oh, perdona a aquella que acude buscando perdón 
a tu puerta, padre, tu perra, tu hija, tu amiga. 
Fue mi amor el que nos empujó a ambos a la muerte. 


Pero, sin duda, uno de los relatos más reales fue el que escribió antes de morir, Blitz de nieve. Se trata de un ensayo que Plath escribió en 1963, justo el año de su muerte, y en el que relata el duro invierno en Londres. A pesar de haber vivido cinco años en Inglaterra, esa fue la primera vez que vio nevar allí. Ya separada de Hughes y con dos niños pequeños, Plath vivió durante esos meses en un apartamento que en su día perteneció al también escritor W.B.Yeats, y que era tan antiguo que no tenía calefacción central. Londres, una ciudad poco habituada a las grandes nevadas, no supo cómo gestionar aquel temporal, algo que indignó profundamente a Plath, que, como buena americana, había vivido numerosas nevadas a lo largo de sus 30 años de vida. En Londres no tenían máquinas quitanieves, las calles estaban cubiertas de nieve y de hielo, las tuberías estaban completamente congeladas, no había agua ni calefacción de ningún tipo, las tiendas se habían quedado sin stock de velas y lámparas de aceite, la inmobiliaria que había alquilado el apartamento de Plath no se hacía cargo de los daños que la nevada estaba ocasionando, y la escritora tenía que hacer frente, además, a la gripe que padecían sus dos hijos.

Los cortes de luz y de agua eran frecuentes, también el frío y el abandono que sentía tanto por fuera como por dentro. Hughes había rehecho su vida con otra mujer (en realidad, la había rehecho desde hacía tiempo), y Sylvia tenía que hacer frente a eso, sumado al cuidado de los pequeños, la casa a medio montar por la reciente mudanza, el poco dinero que tenía y la depresión que sufría desde hacía tiempo. A todo ello se añadió la espectacular nevada que lo cubrió todo los primeros meses de 1963, -algo que no se había visto desde 1947-, y que tan bien contó ella en este ensayo.

«Se notaba que no quería pensar en la posibilidad de un Blitz de nieve anual. Ponerse ropa de abrigo, montones de té y valentía. Parecía que la respuesta era esa. Al fin y al cabo, al margen de la guerra y el mal tiempo, ¿qué engendra semejante camaradería en una ciudad grande y fría? Mientras tanto, las cañerías siguen en el exterior. ¿Dónde si no? ¿Y qué pasa si hay otro Blitz de nieve? ¿Y otro más? Mis hijos crecerán resueltos, independientes y duros, peleando en las colas para conseguirme velas en mi febril vejez. Mintras hago té sin agua- en el futuro debería haber de eso, por lo menos- en un quemador de gas en el rincón. Si no que el gas también está kaput».

Plath hablaba de un futuro y del gas, casi a modo de premonición; un futuro que estaba próximo a enterrarse también bajo la nieve. Y ese gas que acabaría con todo la mañana del 11 de febrero de 1963.

Ted Hughes, sombra alargada de Plath desde el principio hasta el final, fue el encargado de la selección de los cuentos, ensayos y fragmentos que aquí aparecen, que fueron publicados entre 1977 y 1979, cuando Sylvia llevaba más de diez años muerta. También se encargó, cómo no, de escribir el epílogo, del que me voy a abstener de opinar, no sin antes destacar que me parece un auténtico despropósito cada palabra que en él figura. La parte “cariñosa” y orgullosa de su mujer (exmujer, en ese momento) alabando su cuentos y su poesía chocan profundamente con la imagen que da de Sylvia, lo que él considera “impublicable”, lo que casi confiesa haber destruido o la vena innecesaria de crítico literario que destroza la obra que tiene delante.

Ted se convirtió en su albacea literario. Ted eligió lo que se publicaba en esta colección; Ted eligió lo que no; Ted hizo desaparecer lo que no le interesaba que viese la luz; Ted juzgó la obra de Sylvia, su valía y su calidad una vez muerta; Ted se atrevió a describir a la que había sido su mujer durante seis años, aunque me atrevo a decir que la conocía bastante poco; Ted eligió el epitafio que figura en la tumba de Plath. Ted lo eligió todo. Y mientras, Sylvia, se moría de frío en el Londres de 1963.

«En Irlanda espero recobrar, quizá, el espíritu y en Londres, en otoño, el cerebro; y puede que, en el cielo, recupere mi corazón»- Sylvia Plath (9 de octubre, 1962)


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