sábado, 19 de septiembre de 2020

Antes del Conde Drácula, existió la Condesa Mircalla


Corría el año 1871 cuando Carmilla vio la luz. Pero no la del sol directamente, sino que lo hizo a través de su creador, el escritor irlandés Joseph Thomas Sheridan Le Fanu. 

El Romanticismo había entrado de lleno en Europa, originándose en Alemania y Reino Unido. Este nuevo movimiento suponía romper con el pensamiento ilustrado, hacer añicos lo predecible, lo escrito en las enciclopedias, y convertir el arte en vocación. El sentimiento de libertad, la necesidad de expresar opiniones, la belleza subjetiva frente a la clásica, la exaltación del individualismo, las vidas atormentadas e incomprendidas de los artistas, la inspiración, los sueños, los mitos, la oscuridad, la lluvia, las leyendas, las pasiones, los miedos, la evocación del pasado, los recuerdos, los fantasmas… Todo lo envolvía con un aura especial. 

Sheridan Le Fanu nació en Dublín, en 1817, en medio de esa nueva tormenta que estaba a punto de arrasar con todo lo conocido hasta el momento. Desde pequeño, comenzó a mostrar unas grandes aptitudes literarias, que compartía con todos menos con su padre, un pastor de la Iglesia protestante de Irlanda excesivamente estricto con los intereses de sus hijos. Hasta su muerte en 1873, Sheridan dedicó su vida a escribir novelas, ensayos y cuentos cortos de diversos géneros, pero destacó en la literatura gótica y de terror, algo que se trasladó a su vida real, ya que su mujer, Susanna Bennet, quien sufría ataques neuróticos y de ansiedad, murió en circunstancias misteriosas. 

Goethe había presentado en Fausto un trato con el diablo, intercambiando el alma del protagonista por un conocimiento ilimitado y por placeres totalmente mundanos, algo que también haría Oscar Wilde años después a través de Dorian Grey, quien acaba vendiendo su alma nuevamente al diablo a cambio de una belleza eterna. Goethe también se había atrevido, unos años antes, a mostrar el suicidio por amor mediante el joven Werther; y Allan Poe lo haría con los asesinatos, el abandono, la oscuridad y el peso y poder de la conciencia sobre uno mismo. Pero nadie había incluido a los vampiros dentro de la literatura, excepto Sheridan Le Fanu, y mucho menos representado por una mujer. 

Si bien es cierto que las leyendas sobre los vampiros existen desde el principio de los tiempos, no fue hasta el siglo XVII cuando se incluyó este término en una novela. El historiador esloveno Johann Weichard von Valvasor recogió en su libro El Honor del Ducado de Craim la leyenda sobre Jure Grando, un campesino habitante de la isla croata de Istria, que se convirtió en el primer vampiro europeo documentado. Siglos después, nada más se sabe de su historia, de su tumba o de sus posibles restos, aunque los lugareños aseguran que los vecinos de aquella época acabaron no solo con el cuerpo de Grando, sino también con su tumba por miedo a que volviera a atemorizarlos. Además, afirman que muchas de las lápidas del cementerio quedaron sin nombres, e informaciones apuntan a que “un imponente sepulcro anónimo resistió todos los intentos de ser fotografiado o filmado por una reportera” y que, “entre todos los archivos, sólo estos bloqueaban continuamente el ordenador en un curioso fallo técnico”. 

Un siglo después, Sheridan Le Fanu se aventuró a escribir una novela sobre vampiros con una mujer como protagonista. Su obra Carmilla, aunque no es excesivamente conocida para los no amantes del romanticismo gótico o de terror, fue la precursora de Drácula, de Bram Stoker, convirtiéndose así en una las primeras en romantizar el mito del vampiro. Antes del conde Drácula, existió la condesa Mircalla. 



Portada del libro / imagen propia
                                       


El autor va desgranando la historia utilizando un inquietante narrador en segunda persona, haciendo partícipe al lector de los acontecimientos, requiriendo su atención y visión de los hechos. La joven Laura, que en ese momento tenía 19 años, es la encargada de trasladarnos hasta el estado austríaco de Estiria, lugar en el que sucedió todo lo que se relata. Huérfana de madre, Laura vivía con su progenitor, un exsoldado del ejército, en un solitario castillo ubicado a las afueras de Estiria, rodeado por un amplísimo bosque y a siete millas del pueblo habitado más cercano. Junto con ellos, se encontraba el resto del servicio, y dos doncellas que se encargaban del cuidado y atención de Laura. 

Cierta noche, cuando Laura contaba con la edad de 6 años y se encontraba sola en la oscuridad de su cuarto, se produjo uno de los primeros incidentes que su memoria le alcanzó a recodar:
 
“(…) Cierta noche, me desperté y, mirando la habitación desde la cama, no vi a la doncella encargada del cuidado del cuarto, ni tampoco a mi niñera. No me asusté, porque era una de esas felices criaturas a las que, deliberadamente, se mantiene en la ignorancia de las historias de fantasmas, y los cuentos fantásticos, y todos esos conocimientos que hacen que nos tapemos la cabeza cuando la puerta cruje súbitamente o el aleteo de una vela a punto de extinguirse hace bailar sobre la pared, cerca de nosotros, la sombra de una de los pilares de la cama. Me sentí molesta y ofendida al encontrarme desatendida (…). Entonces, ante mi sorpresa, vi un rostro solemne, pero hermoso, mirándome al lado de la cama. Era el rostro de una joven dama arrodillada que tenía las manos bajo la colcha. La miré con una especie de asombro complacido. Me acarició con sus manos, y se tendió a mi lado en la cama, y me atrajo hacia sí, sonriendo; me sentí de inmediato deliciosamente reconfortada, y volví a quedarme dormida. Me desperté con una sensación como de si dos agujas se me hundieran profundamente en el pecho simultáneamente, y grité muy fuerte. La dama retrocedió, con sus ojos fijos en mí, y luego se deslizó al suelo, y, según creí, se escondió debajo de la cama”.

Los años habían transcurrido, y Laura no había podido borrar de su memoria aquel acontecimiento. Sin embargo, se sentía sola en el inmenso castillo, con quien no establecía más contacto que con sus doncellas. La casualidad hizo que una noche de luna llena ocurriera un hecho inusual: un carruaje de caballos con ocupantes en su interior había tenido un accidente en las inmediaciones del castillo. Una de ellas, Carmilla, una muchacha de edad similar a Laura, había salido peor parada que el resto de los acompañantes. Tras un rato de conversación con la madre de la joven, quien aseguraba emprender un viaje de vida o muerte, el padre de Laura invitó a Carmilla a instalarse en el castillo hasta que estuviera recuperada del percance y su madre pudiera venir a recogerla al regresar de su travesía. 

La joven huésped se instaló en el castillo casi de inmediato, y estableció una estrecha relación con Laura, Sin embargo, hubo algo que impactó a Laura desde el primer momento que tuvo contacto con ella: 

“Había velas junto al lecho. Ella estaba incorporada; su bonita figura delgada estaba envuelta en un suave camisón de seda, bordado con flores, y forrado con un grueso estofado de seda, que su madre le había arrojado a los pies mientras yacía en el suelo. ¿Qué fue lo que, al llegar junto al lecho, y habiendo apenas iniciado mi breve saludo, me enmudeció en un instante, y me hizo retroceder uno o dos pasos ante ella? Vi el mismo rostro que me había visitado aquella noche en mi infancia, que se mantenía fijo en mi memoria y sobre que tantos años había cavilado con horror tan a menudo, cuando nadie sospechaba lo que estaba pensando”. 

La relación entre ambas continuó siendo muy próxima, quizá en exceso, pero seguían existiendo cosas que le extrañaban a Laura. Decía de Carmilla que “su estatura era un poco superior a la media. Era delgada, y magníficamente grácil, solo que sus movimientos eran pausados. Su tez era dulce y radiante; sus facciones, pequeñas y hermosamente formadas; su pelo era absolutamente maravilloso”. Sin embargo, “(…) había, según mi impresión, una frialdad impropia de sus pocos años en su sonriente negativa, melancólica y persistente, a concederme ni el menor rayo de luz. (…) no me dijo ni el apellido de su familia, ni cuáles eran sus emblemas, ni el nombre de sus dominios, ni siquiera el país en que vivían”. 

Sin embargo, Carmilla sabía absolutamente todo sobre Laura, y sentía un profundo deseo hacia ella, que solía manifestar con frecuencia: “Solía rodearme el cuello con sus lindos brazos, atraerme hacia ella y, mejilla contra mejilla, murmurar con sus labios junto a mi oído: «querida mía, tu corazoncito está herido; no me creas cruel porque obedezca a la ley irresistible de mi fuerza y mi debilidad; si tu querido corazón está herido, mi corazón turbulento sangra junto al tuyo. En el éxtasis de mi enorme humillación, vivo en tu cálida vida, y tú morirás…; morirás, morirás dulcemente… en mi vida. Yo no puedo evitarlo. Así como yo me acerco a ti, tú, a tu vez, te acercarás a otros, y conocerás el éxtasis de esa crueldad que, sin embargo, es amor; de modo que, durante un tiempo, no trates de saber nada más de mí y lo mío; confía en mí con todo tu espíritu amoroso». 

El resto de la historia forma parte de la leyenda, y tendrás que adentrarte en sus hojas para saber quién era Carmilla, quién era Laura y qué por qué el destino había decidido unir sus caminos de esa manera. A pesar de ser la precursora de muchas novelas sobre vampiros, Carmilla posee unos elementos distintos al resto de historias incluidas en este subgénero. 

Algunos se refieren a la historia como “un amor lésbico vampírico en el siglo XIX” o definen a la protagonista como “la vampira lesbiana que inspiró a Bram Stoker para crear a Drácula”.

«A veces, después de una hora de apatía, mi extraña y hermosa compañera me tomaba la mano y la retenía apretándomela cariñosamente, mirándome al rostro con ojos lánguidos y ardientes, y respirando tan aprisa que su vestido subía y bajaba con la tumultuosa respiración. Era como el ardor de un enamorado; me turbaba; era una cosa y, sin embargo, irresistible; y, con mirada ansiosa, me atraía hacia sí, y sus cálidos labios recorrían en besos mis mejillas; y susurraba, casi sollozando: «eres mía, será mía, y tú y yo seremos una para siempre» ».

Ciertamente, y bajo mi criterio, la historia no trata de amor. Sin duda se trata del mito romántico del vampiro, como también lo es Drácula, Entrevista con el Vampiro, Lestat, Crepúsculo, y un sinfín de novelas inspiradas en el mito vampírico. Pero, al contrario que algunas de las anteriormente mencionadas, Carmilla no es romántica en el sentido amoroso, a pesar de la cantidad de fragmentos con ciertos toques sugerentes que se pueden extraer de la historia. O, al menos, no es una historia de amor recíproca ni vista así por ambas partes. Si los vampiros están muertos, ¿cómo son capaces de amar y de sentir? 

Carmilla fue la primera mujer vampiro en la ficción, pero las leyendas siempre han ido un paso por delante. En México, concretamente en el pequeño estado de Tlxacala, existe una creencia popular sobre la existencia de unas criaturas llamadas Tlaltepuchis, una especie de nahuales (similar a un brujo o ser sobrenatural) que tiene la capacidad de tomar forma animal y cometer actos terroríficos, especialmente cuanto más frío y lluvioso sea el clima”. Se dice que las Tlahuelpuchis son “mujeres comunes a la vista de todos, a quienes los dioses les han concedido un don que algunas usan de manera maliciosa, y quienes se alimentan de sangre humana, preferentemente de niños pequeños o recién nacidos, a quienes acechan en forma de animal. Una vez dormidos los bebés, las Tlahuelpuchis se convierten en mujeres, chupan al infante y salen presurosas de la casa. Cuando los padres de la criatura se despiertan, se dan cuenta de que el pequeño presenta moratones en el pecho, la espalda y el cuello”. Cuando se descubría que una mujer era Tlahuelpuchis, se la sometía a un juicio popular en la comunidad, y se la ejecutaba sin más trámite. La leyenda se extiende hasta nuestros días, ya que se dice que la última ejecución de una Tlahuelpuchis tuvo lugar hace 47 años, en 1973.


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